Por
favor, Dios mío, haz que me telefonee ahora. Oh, Dios, que me llame. No pediré
nada más, te lo prometo. Me parece que no es pedir demasiado. Que me telefonee
ahora mismo, nada más. Por favor, Dios mío, por favor, te lo ruego[1].
Porque
si no llama, ¿qué hago con el cuerpo? Tenía que llamar media hora antes de que
el camión de basura llegue al garaje de atrás. Yo estaría en la verja con la
bolsa preparada. Y estoy. Aunque me ha costado sudores, por muy delgada que
estuviera mi tía, la pobre. Abulta más la basura normal que ella toda
acurrucada.
Casi
las once. Ocho minutos para que pase el camión. Mira que, si me deja plantada,
con este bolsón. No, imposible. Con lo bien que lo hemos pensado todo. Además,
la idea fue suya, por lo del trabajo de basurero... Pero me tiemblan las manos.
Estoy sudando. Dios, que nervios.
Y
si le ha pasado algo, un accidente... No. No hay que pensar eso. Él va a a
llamar. Llamará y yo abriré la verja. El saltará del camión y atrapará la bolsa
al vuelo. Como todas las noches. Sin despertar sospechas. Tiene que suceder
así. Me hace tanta ilusión irnos juntos.
Gracias al dinero del entierro. Se nos
ocurrió cuando ella me contó donde lo guardaba. Así no tendrás problemas
cuando me vaya, me dijo la pobre. Y así ha sido. Mientras yo la atendía en
sus últimos momentos, él, con el dinero, organizaba el viaje y los billetes.
Pero
¿por qué demonios no suena el teléfono? Dios, ¿me estás castigando? Si no la
hemos matado ni nada. Además, a ella, una vez muerta, qué más le da. Total,
incinerarse en el cementerio o en la incineradora de basuras, si no la conoce
nadie.
¡Ay,
que susto, el teléfono! Gracias, Dios, gracias —Oye, pero ¡que pasa! llevo aquí
horas con la dichosa bolsa ¿Qué? ¡Perdón! Si, dígame. ¿La policía, dice?... un
aviso de una muerte… que están llegando… oh, Dios mío.