Yo no sé quién soy, pero
esto no me parece tan importante. Nos pasamos media vida tratando de formar con nosotros un todo compacto. Primero, que sea guapo (en la medida de lo posible,
y ¿respecto a qué canon de belleza?). También tenemos que ser buenos, honestos,
fieles, y hay un montón de escuelas, u opiniones familiares, que te enseñan o
pretenden guiarte con su interpretación personal de todos esos calificativos,
para que te impregnes de ellos. He dedicado más de media vida a leer, a
escuchar, a mirar, y casi nunca se ha alterado mi sensación interna: no sé
“quien” soy, en su totalidad. Pero no me importa, vaya. Desde casi los cuatro
años tuve la percepción de que yo era rebelde. Sólo eso, rebelde. A todo y
contra todo, porque sí. Además, siempre se me ocurría una idea mejor. Y cuando
no se me ocurría nada, preguntaba, pero daba igual: “eso lo sabrás cuando seas
mayor”.
Pero no quise ser mayor. Es una
palabra fea, seria y triste.
No creo en las religiones. Ninguna. Con el alma en la mano, que la llevo casi siempre, (y
según dicen los que me quieren, así me va) creo que la religión es un invento más para
que todos seamos iguales. ¿Por qué hay que ser igual que? Vaya aburrimiento
eterno. Hay que ser distinto; bueno, sobre todo, no pensar mucho en ello, no
pensar nunca en ello. Ahora que lo escribo, veo que no es importante ser igual,
parecido o gemelo. Porque es mentira. Todos somos distintos.
A mí lo que me gusta son
los pequeños detalles. Llevo años intentando que los armarios de mi casa tengan
al menos un cajón vacío, que haya algún sitio vacío en todas partes. Primero me
relaja, pero también se me ocurre que por ahí puedo escapar. Hace años que no
cojo un resfriado porque, al primer síntoma, abro la puerta de mi casa, le
muestro la salida y le digo “Fuera. Aquí no eres bienvenido”. Y me encantaría
tener el valor de hacer lo mismo con todo. Personas, situaciones. Hay cosas que
tiro a la basura a las primeras de cambio. Hasta los libros los dejo por la
calle para el que los quiera. Una de mis aspiraciones es tener poco, tener lo
mínimo indispensable. En algunas cosas lo he conseguido: tengo solo dos juegos
de cama (quita y pon, decía mi madre), dos juegos de toallas, dos sujetadores…
y así con todo lo que se puede.
Pero no vivo sola y
todos no somos iguales, como decía antes. Hay que transigir.
Siguiendo con los
pequeños detalles, los de las once menos cinco, las once, las once y veinte.
Ellos son la vida, todo lo “importante” es mentira. Una catástrofe, una muerte,
una guerra, llega y pasa, si tienes el aguante suficiente. Pero un detalle
mínimo en apariencia te puede amargar la vida. No sé quién soy, pero no
quiero estar amargada, ni tener envidia, ni sufrir por lo que pueda pasar. Me
ocuparé cuando pase.
He colocado mi cama en
el sitio por el que se ve la luna a través de la ventana. Además, mucho rato.
¿No es maravilloso contemplar la luna? Parece siempre igual, pero nunca lo es.
La luna acompaña mi vida y hablo con ella casi todas las noches. Como el sol.
El sol es mi planeta regente, y estoy muy contenta por ello. Y los árboles. Y
leer. Y hablar con mi nieto pequeño. El mayor, como ya tiene veinte años, ya no
habla tanto conmigo.
Además, en cada minuto,
cada lapso de vida, cada ocasión, vamos a ser diferentes. No sabemos cómo vamos
a reaccionar. Al menos yo. Me aburren esas personas inmutables,
“fieles a sí mismas” como dice la gente, cuyas reacciones nunca chocan, nunca
asombran. “Es que yo soy así, y esto no me lo puedo permitir.” Casi siempre
sabes de antemano lo que van a decir. Yo no tengo ni idea, y además no la
quiero tener.
Porque creo que no tiene
ninguna importancia. Una vez que te vas dando cuenta de que, más o menos, eres
una buena persona, y que tu cabeza funciona, lo demás no tiene importancia.
Todos nos vamos a
morir. Y no sabemos cómo, ni cuándo, ni dónde. Eso dice el boleto que te
entregan al llegar. Sólo eso. Yo no le tengo miedo ninguno a la muerte, gira a
mi alrededor toda mi vida. He estado a punto de morirme tres veces. Yo intuía
que no era mi hora en dos de ellas. La primera vez, cuando me ahogaba, no sabía
nada, tenía 12 años. Y sí, vi el túnel blanco y maravilloso, y me quería ir por
él. Pero, aunque no lo supiera, no debía ser mi hora. No siempre se sabe a
priori, pero no hay que tener miedo.
Tenía 11 años cuando se
murió mi madre, y a partir de ahí montones de gente han muerto a mi
alrededor. Mi hermana, en mis brazos. A algún otro también he podido
ayudar a morirse y es maravilloso. Mira, a eso sí que me encantaría dedicarme:
a ayudar a morir a la gente. Pero no es tan fácil en esta extraña sociedad, por
no llamarla de otra manera.