Un rayo de sol colándose por la ventana despierta a Ludovica. Vaguea unos
minutos estirándose, y el móvil le avisa: a las 11:30 tiene cita con su médica
de cabecera. Recuerda la angustia de ayer caminando sola por la calle, y no la
quiere para hoy.
Desayuna fuerte como
siempre, se ducha (qué bien el pelo tan corto), se viste de su negro favorito,
y coge la muleta. Lo malo es que es amarilla. La voz tras su oreja derecha se
enfada: “¿Ya empezamos con bobadas?”. Tiene razón, es una bobada. Coge la
muleta amarilla y se encamina hacia la bajada de los siete pisos. Oye, pues
casi mejor con la muleta, qué sorpresa. Mientras baja, piensa que igual se
compra otra negra y discreta.
En la calle camina
relajada. Es como si hubiera llevado muleta toda su vida. Bonita mañana
zaragozana de cielo azul y algo de viento.
Casi no hay gente en la
consulta. Por fin está su doctora, terminadas sus vacaciones. Ludovica le
cuenta, ella consulta su ordenador, y ya están los resultados de los análisis.
Lo demás pasa a segundo término, se le olvida.
Todo normal. Buenos
resultados en todas esas cosas raras que buscan el cruel deterioro cognitivo.
Si acaso, el hierro un poco bajo (claro, los mareos, los cansancios…). Ludovica
resplandece por dentro, agradece al universo y a sus criaturas. Se calma, por
fin.
Ahora se sentará un rato
en la terraza del Boticario para celebrarlo. No hace frío, al menos ella no lo
siente, y el sol sigue dominando, como es su obligación.
Llama a su hija y le
cuenta. Entre risas, su hija dice “pues desde mañana lentejas a diario…”. Al
coger el móvil, observa que se ha olvidado de la cartera. Pero no hay miedo,
son sus acreditados despistes, nada peor. Le pide a su hija que cuando salga a
comer con su pareja, se la baje por favor al Boticario. Y se sienta en una mesa
entre sol y sombra.
Su amiga, la camarera
morena, se empeña en que pruebe el nuevo vermut casero, que está teniendo
grandes éxitos. Y Ludovica accede; es rojo, seguro que le gusta. Y en verdad
está delicioso.
Han debido reñir
muchísimo a las palomas, pues hoy solo hay dos y solo caminan, sin subirse a
las mesas. Pasa un abuelo con su nieta, unos cuatro años, tras recogerla del
colegio. La niña dice: “¡Mira, es el boticario!” Se para ante la puerta, de la
mano de su sonriente abuelo, y comienza a cantar, con su vocecita algo
chillona:
“Boticario canario,
patas de alambre, le cayó una piedra, y no le hizo sangre...”
Ludovica casi se levanta
para abrazar a la niña, que en un minuto le ha puesto ante los ojos su propia
infancia feliz.
Al subir las escaleras,
la muleta también es una aliada valiosa. Y el sol sigue colándose por todas las
ventanas de su casa.