ante mis ojos, el
paisaje sólo es color:
blanco resplandeciente,
azul claro, a veces rosáceo,
o anaranjado. A veces
muy nublado.
Ante mí comienzan a pasar
personas y situaciones de mi vida,
como si volaran.
Aquel niño que me enseñó
cómo eran los sexos,
el suyo y el mío,
y me enseñó cómo se
usaban,
sin que pasara nada más,
en medio de un campo de
trigo.
Esto no lo he contado
nunca.
Las tatas Anselma y
Valentina,
que ahora son
amigas en nuestra galaxia
y me sonríen con gesto
entre pícaro y cariñoso.
Mis primos mayores,
de los que yo quería
aprender tantas cosas
y han quedado diluidos
en la vida y en el tiempo.
Mis doce años,
escribiendo y rompiendo
antes de que nadie lo
leyera.
Mi madre, encargándome cuidar
a mis hermanos pequeños
aquélla mañana rara del
día en que murió.
Ese encargo nunca lo
cumplí.
Aquella monja, dulce,
guapa y joven,
que me trataba con tanto
cariño en el colegio. Era la única.
Años más tarde me enteré
de que ya no era monja,
y me alegré
profundamente por ella.
Mis amigas del colegio,
una por una.
Ya no me queda ninguna.
Los hombres que he amado
tanto, tan diferentes entre ellos.
Ahora ya tampoco están.
El día que me ahogué en
el lago de Panticosa
y me salvaron en el
último instante.
Vi el túnel blanco y la
mano tendida al fondo.
Las dos veces en que
estuve a punto de morir en un hospital.
Las personas que, cuando
me veían leyendo, me decían
"¿pero, es que no
tienes nada mejor que hacer?".
Mi abuela paterna, con
su sombrero y su gargantilla.
Yo casi la odiaba.
Y espero que me haya
perdonado.
Pero aparece ante mí
muchas veces.
La violación y el
aborto, sin embargo, ya no aparecen.
Los tres partos de mis
hijos, tan distintos.
Cuando mi hijo pequeño,
dentro de mi vientre en
el hospital, me decía:
aguanta, mamá, yo llego
enseguida, me esperan mis hermanos.
Mis hijos, uno por uno,
tan distintos,
que ahora son mi vida.
La ilusión del trabajo,
la estupenda gente que conocí.
Y los duros y malos
momentos que pasé.
Treinta y cinco años.
La ilusión de la
jubilación: viajar, viajar.
Y mi hermana muriendo
entre mis brazos,
que cambió todo.
Pero a ella también la
veo mucho y me habla.
Mi padre,
al que todavía sigo
viendo por la calle,
lo confundo con
otras personas
y tengo que pedir
excusas.
La tía Lola, siempre
sonriente,
la primera persona que
me dijo
"tú puedes".
La piscina de mis otros
tíos,
en la que nos
bañábamos
con cuello cerrado, manga
corta y faldita.
Pero qué tiempos más
felices.
Suena el teléfono.
Me levanto a
cogerlo.
Y mi cabeza en un minuto
vuelve al presente.
Este presente que nunca
había imaginado.