lunes, 24 de abril de 2023

SENTADA A LA PUERTA DE MI CABEZA,


ante mis ojos, el paisaje sólo es color:

blanco resplandeciente, azul claro, a veces rosáceo,

o anaranjado. A veces muy nublado.

Ante mí comienzan a pasar personas y situaciones de mi vida, 

como si volaran.

Aquel niño que me enseñó cómo eran los sexos,

el suyo y el mío,

y me enseñó cómo se usaban, 

sin que pasara nada más, 

en medio de un campo de trigo.

Esto no lo he contado nunca.

Las tatas Anselma y Valentina, 

que ahora son amigas en nuestra galaxia

y me sonríen con gesto entre pícaro y cariñoso.

Mis primos mayores,

de los que yo quería aprender tantas cosas

y han quedado diluidos en la vida y en el tiempo.

Mis doce años, escribiendo y rompiendo

antes de que nadie lo leyera.

Mi madre, encargándome cuidar a mis hermanos pequeños

aquélla mañana rara del día en que murió.

Ese encargo nunca lo cumplí.

Aquella monja, dulce, guapa y joven,

que me trataba con tanto cariño en el colegio. Era la única.

Años más tarde me enteré de que ya no era monja,

y me alegré profundamente por ella.

Mis amigas del colegio, una por una.

Ya no me queda ninguna.

Los hombres que he amado tanto, tan diferentes entre ellos.

Ahora ya tampoco están.

El día que me ahogué en el lago de Panticosa

y me salvaron en el último instante.

Vi el túnel blanco y la mano tendida al fondo.

Las dos veces en que estuve a punto de morir en un hospital.

Las personas que, cuando me veían leyendo, me decían 

"¿pero, es que no tienes nada mejor que hacer?".

Mi abuela paterna, con su sombrero y su gargantilla.

Yo casi la odiaba.

Y espero que me haya perdonado.

Pero aparece ante mí muchas veces.

La violación y el aborto, sin embargo, ya no aparecen.

Los tres partos de mis hijos, tan distintos.

Cuando mi hijo pequeño,

dentro de mi vientre en el hospital, me decía:

aguanta, mamá, yo llego enseguida, me esperan mis hermanos.

Mis hijos, uno por uno,

tan distintos,

que ahora son mi vida.

La ilusión del trabajo, la estupenda gente que conocí.

Y los duros y malos momentos que pasé.

Treinta y cinco años.

La ilusión de la jubilación: viajar, viajar.

Y mi hermana muriendo entre mis brazos,

que cambió todo.

Pero a ella también la veo mucho y me habla.

Mi padre,

al que todavía sigo viendo por la calle,

lo confundo con otras personas

y tengo que pedir excusas.

La tía Lola, siempre sonriente,

la primera persona que me dijo

"tú puedes".

La piscina de mis otros tíos,

en la que nos bañábamos 

con cuello cerrado, manga corta y faldita.

Pero qué tiempos más felices.


Suena el teléfono.

Me levanto a cogerlo. 

Y mi cabeza en un minuto vuelve al presente.

Este presente que nunca había imaginado.