Y te fuiste.
Cuando colgué el teléfono, después de que me lo explicaras (¿se pueden explicar estas cosas?), me preparé un baño caliente. Y me quedé horas ahí, hasta que sentí el agua helada, mi cuerpo raro, mi mente desaparecida. Miré el reloj: el autobús del colegio. Me estremecí, pero tuve que salir del agua y ponerme a funcionar.
De algún modo yo lo había presentido, pero no deseaba que ocurriera. Era incapaz de imaginarme sin ti. La vida sin ti. Los niños y yo, sin ti.
Pero han pasado cincuenta años. Lentos, acelerados, trágicos, ¿felices?, difíciles, plácidos. De esfuerzo, de terror, de soledad, de la alegría sin motivo a la depresión sin fondo. De descubrimientos.
Ahora somos ya muy mayores. Todos. Ahora ya sé que el tiempo es un buen compañero para mí. Que me ayuda a borrar lo malo. Sobre todo, el rencor.
Ahora milagrosamente casi todos mis recuerdos son buenos, y por primera vez desde que no estás me he animado a escribirte.
Que seas feliz, padre de mis hijos. En la otra galaxia, también.