Pasamos la mañana
ordenando armarios. Que si tú quieres esto, que si esto otro para mi amiga
Pilar. Eso, a la basura... Yo encaramada en la escalera, tú desde abajo
miras y opinas. Alargas la mano de vez en cuando: esto me lo quedo. Mis
armarios son como misteriosas arcas sin fondo, en las que siempre hay objetos
insospechados. Es un símil perfecto de mi vida. La vida, que en cuanto piensas
“bueno, parece que va bien”, surge un fantasma, un monstruo, una desgracia. A
veces una alegría.
Se me ocurre que puedo desaparecer dentro del armario. Seguro que es la puerta
a otra realidad. Esa realidad que busco.
Me mareo un poco. Te
pregunto si lo dejamos hasta después de comer. Tú recoges lo que has decidido
quedarte y desapareces en tu habitación. Miro los montones del suelo. Con el de
“para lavar y guardar” voy al cuarto de la lavadora. Meto todo en ella, sin
clasificar ni nada, y la pongo en marcha.
Mientras vago por el
pasillo, suena el teléfono. Tú sales de tu habitación y descuelgas al vuelo.
Oigo tus habituales monosílabos, esa risita tan falsa en ti. Me alcanzas en la
puerta de mi cuarto: Hoy tampoco como en casa, ya seguiremos esta tarde con
los armarios.
Asiento con la cabeza,
no puedo hacer otra cosa. Somos libres, tenemos nuestras vidas. Y nuestros
armarios llenos de cosas, conocidas y desconocidas. Entro en el salón a poner
la tele: quiero ruido, gente, música, lo que sea. Está oscuro porque ha
aparecido ya la niebla invernal, pero es pronto aún para encender luces. Si
acaso después de comer. ¿Comer? Recuerdo que ayer dejé brócoli al vapor en la
nevera y me tranquilizo. Me tumbo en el sofá, me tapo con mi manta, y con el
mando en la mano me quedo dormida.
Despierto de un largo y
tranquilo vacío casi a las ocho. Me rodea la noche, frente a mí la luz intermitente
del televisor. Pero hoy no me asusta la oscuridad. Miro mi cuerpo, mis manos,
mi ropa, y los reconozco. Me levanto, enciendo las luces y todo aparece de
nuevo. Es agradable este salón. Se está bien aquí. Si esta es mi casa, algo ha
debido salir bien, porque me gusta. Casi poseída por una sensación agradable,
salgo del salón para ir descubriendo esta casa que me gusta tanto.
Al entrar en mi
habitación, me miran el armario abierto, los cajones a medias, los montones
olvidados en el suelo. Ah, sí, estábamos ordenando armarios. Íbamos a seguir
esta tarde. Observo el montón “para dar o regalar” y el montón “directo a la
basura” y los junto en uno. Busco una bolsa grande, la lleno con todo y la saco
al descansillo abierta. Que lo vea el chico que recoge la basura. Igual le
viene bien algo. Si no, que lo tire todo. Liberada, corro a mi habitación y
termino de ordenar el único armario que queda, casi vacío. Con lo
indispensable. Con lo que llevo en mi corazón. Lo miro, entusiasmada: por fin,
un armario casi vacío.
El resto de la tarde lo
paso cocinando. A ti te hará ilusión, he preparado lo que te gusta. Pero llega
la hora de cenar y sigo sola. Ni siquiera suena el teléfono. Estoy a punto de
llamarte, pero me freno. Es tu vida, no la mía. Vuelvo a la tele, procuro
seguir alguna de mis series. Pero ninguna me capta.
A las once, picoteo la
cena que languidece en la cocina y abro los juegos del ordenador. Recuerdo que
tengo el último libro de Paul Auster sin estrenar y decido llevármelo a la
cama. Apago la televisión, las luces del salón, devuelvo al frigorífico la
bandeja casi intacta. Compruebo con alegría que la gran bolsa de basura ya no
está en la entrada. Me acuesto, dispuesta a sumergirme en Auster, aunque me
pase toda la noche leyendo.
De madrugada, con las manos
heladas y el libro abierto sobre mi pecho, me despierta un ruido inusual. Como
si alguien abriera mi armario. Sí, es el crujido inconfundible de la madera
vieja. Percibo una presencia en la habitación. Intentando no asustarme, pulso
el interruptor de la lamparita. No se enciende. Debí quedarme dormida sin
apagarla, se habrá fundido. Me levanto de la cama para encender la luz del
techo, pero en la oscuridad tropiezo con las puertas del armario, de par en
par.
Algo me empuja a entrar en el
armario, oscuro y silencioso. Palpo el suave tacto de la ropa. Suspendida
en un quieto agujero negro, mi mano derecha roza algo aún más suave. ¿Cálido?
¿Frío? Tu mano, sí, es tu mano. Tú estás aquí. Me acurruco a tu lado, rodeando
tu cuerpo con mis brazos. Por fin las dos descansamos.