Eso me explicaba mi madre cada vez que alguien por la calle, o alguna visita en casa, alzando mi barbilla, decía: “qué niña más guapa” o “vaya ojazos”. En cuanto nos quedábamos solas, mamá me hacía sentar frente a ella, y muy seria, me aclaraba: “No les hagas caso. Lo dicen por quedar bien, pero no es cierto. Tú no eres guapa, hija mía”. A veces, imagino que, por la expresión de mi cara, solía añadir: “pero eres inteligente”. Y siempre lo remataba con “hazme caso, las madres no engañamos nunca”. Así los once primeros años de mi vida, hasta que mamá murió.
Debía ser verdad, claro. Mis hermanos eran preciosos, sobre todo los rubios con ojos claros (rama de mi abuela paterna); y ya, mis primos (rama de mi abuelo paterno), no digamos: morenazos de ojos negros y pestañas largas. Yo tenía el pelo castaño-normal, las cejas enormes y casi juntas, un tono de piel más bien verde (eso lo sigo teniendo) y mucho vello por todas partes. Mi madre me enseñó a depilarme las cejas, y quise hacerme la ilusión de que mi cara había mejorado algo. Por seguir al pie de la letra sus indicaciones, años más tarde casi me quedo sin cejas. Con lo que me gustan ahora las cejas gruesas. Por supuesto, cuando mamá murió, yo ya sabía dónde depilaban las piernas (y demás) a la cera. Ella me había llevado. Ha sido uno de mis ritos durante más de media vida
Mi padre me enseñaba a leer, me inculcaba su pasión por la lectura, me regalaba muchos libros, que llegué a preferir a los juguetes. Me dejaba entrar a leer con él, en su despacho, y esos ratos de paz y silencio eran los mejores. El cuento con el que más me identifiqué fue “El patito feo”, que era yo, por supuesto. También “Cenicienta”, pero me parecía menos creíble porque terminaba demasiado bien, y yo a esas alturas ya tenía claro que los finales de los cuentos no suceden en la vida.
Siempre me he identificado con los perdedores, los no-guapos, los sosos, los tímidos. Cuando, a los quince o dieciséis años, los chicos empezaron a reparar en mí, me causó una conmoción terrible. No estaba acostumbrada a frases agradables, a que alguien masculino me hablase si no era para leer o comentar algún libro. Eso sí, me hacía íntima de las más guapas del colegio, y siempre iba rodeada de bellezones; aún no se si por masoquismo o por qué maldita razón.
Más tarde, cambié la pandilla por una de chicos, en la que yo era una más, y me encantaba. En ese momento, mis amigas guapas ya tenían novio. Uno, por lo menos. Eso me hizo adoptar una de las creencias que más me han durado: que me llevaba mejor con los hombres que con las mujeres.
Luego pasaron muchas cosas. Esa vida nueva en la que yo era una más, aunque mi complejo de inferioridad siguiera latente, me hizo cometer muchos errores. Aún ahora continúo tratando de entenderlos, de comprender por qué “aquella yo” se implicó en tales situaciones.
Pero ahora tengo hijos, aunque en uno de mis momentos terribles no quisiera tenerlos. Y les llamo guapos todos los días, y les explico lo orgullosa que estoy de ellos, la confianza que tengo en ellos. Y les cuento todo, interno y externo, aunque a veces me parezca que hablo a la pared.
Mi madre se fue sin darme tiempo a reconciliarme con ella, tenía mucha prisa en “irse al cielo”, como dijo ese día y me contó luego mi padre. Quiero creer que seguramente nos habríamos reconciliado; a pesar de todo, la he echado mucho de menos casi todos los días de mi vida.
Y, además, ahora, en la vejez, no me encuentro tan fea.