Cuando nació, Ludovica tenía
los ojos bien abiertos. Como en la fotografía. La mirada franca, la curiosidad
tendida. Pero el apoyo materno, que se percibe suave y seguro, le faltó
demasiado pronto. Y esos abiertos ojos quedaron en total oscuridad. Tuvieron que
aprender de nuevo a mirar. Volver a ver, a absorber todo como antes de la
soledad. Y colores desconocidos los confundieron. Desde entonces Ludovica ya no
pudo coger las acuarelas. Sólo dibujaba a lápiz negro. Dejó de pintar.
Su adolescencia la
sorprendió todavía con los ojos entreabiertos, pero sin entender lo que veían.
Lo archivaba todo en un lugar sombrío. Y comenzó a escuchar los ruidos
exteriores. Ludovica dejó de escribir.
La espiral hacia ninguna
parte devino en soledad, en terror. Y a sus dieciocho años aquellos ojos límpidos
de la foto quisieron cerrarse para siempre.
No lo hicieron.
Desesperados, ansiosos por reflejarse, se prendieron de otros. De una mirada
marrón y risueña. La convirtieron en su norte y su guía. Sólo se mirarían en
ella. Y durante un tiempo Ludovica recuperó sus primeros ojos. Cuando llegaron
los niños, intentaba encontrar su propia mirada en la de ellos.
Pero, cómo se transmite
una mirada. Cómo conseguir que tus ojos sigan abiertos, francos, curiosos,
mientras luchas con la vida a brazo partido. Ludovica aprendió que, a veces, lo
que se ve no es lo que se quiere ver. Y que no importa. Que existen miradas
distintas, que ven lo mismo diferente. Tantos puntos de partida. Tantas
llegadas a un mismo fin.
Los ojos de Ludovica ya
no son tan abiertos. Ni vivos y brillantes. A veces están muy cansados, a veces
se difuminan en lágrimas. Pero otras veces ríen y se puede adivinar su
primitiva luz. O sonríen suavemente, como ahora cuando miran la antigua foto de
mamá y ella en su primer cumpleaños.
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[Relatos reencontrados]