Mi lugar favorito ya no existe. Solo en mi cabeza y en las pocas fotos que hicimos. En aquellos tiempos no se hacían fotos más que en las bodas y eso.
Ese lugar era la torre de mi padre. Tenía un nombre, como todas en aquellos tiempos, pero curiosamente lo he olvidado. En otros sitios las llaman fincas, y cosas así más ostentosas, pero en mi infancia y en Zaragoza era la torre. Tenía una era grande, en verano venía la trilladora y se hacía todo el trigo, que terminaba en sacos, en los graneros. A un lado de la era, quedaba una montaña grande de paja, a la que me encantaba subirme. Enseguida alguien me bajaba y me sacudía. No, no una torta ni nada, sino las pajillas que se me habían metido por todas partes y que me seguían picando a lo largo de la tarde.
La torre estaba cercada por setos de plantas por algunos sitios, muretes de cemento y vallas de espino en otros. Se entraba por la verja que se abría a un caminillo bordeado de pinos, en el que sólo cabía un coche, o el carro con los sacos de trigo, o la tartana de Santiago, el torrero, que por las mañanas iba al barrio y a nuestra casa, a repartir la leche de las vacas.
En primer lugar, a la derecha, estaba la pérgola, con un león grande de piedra, que te recibía, casi siempre pintado de verde. Afortunadamente, tengo una foto. La mejor foto de mi vida, con trenzas y calcetines, sentada encima de mi querido león verde. Bendito sea quien se le ocurrió hacer esa foto. No fue mi padre, él no hizo fotos nunca. Mi león y yo, dispuestos ambos para partir al infinito.
Junto a la pérgola estaba la casa de mis padres, grande, de tres pisos y los graneros. En el bajo, la biblioteca-recibidor más bonita que recuerdo, con distintos ambientes separados por columnas, y una gran chimenea en un rincón, con un banco de piedra a cada lado y almohadones de cruceta de colores. Había también dos utensilios de cobre, un atizador y otro cuyo nombre no recuerdo. Y esteras preciosas en todos los ambientes. En los pisos, me impresionaban los armarios, hechos en la pared y hondos como para desaparecer en ellos. Las camas era altas, de hierro, duras, y eso era lo único que no me gustaba mucho.
Al lado de la casa de mis padres estaban la cuadra y el gallinero. Gallinas, gallos, ocas, cerdos, caballos y vacas. Un día, por entrar al gallinero sin avisar, me mordió una oca y fue horrible. No lo volveré a hacer.
Tras una especie de paseo emparrado estaba la casa de los torreros, solo de un piso, pero también con chimenea y de todo, donde a mi madre le obsequiaban con grandes caracoladas, que a ella le encantaban y a mí me daban mucho asco, entonces y ahora.
Y por fin, mi lugar más favorito dentro de mi lugar favorito: frente a la era, había una acequia, rodeada de higueras enormes, donde un día me dejaron, con una tabla vieja, establecer mi taller de barro, cuya primera obra fue un cenicero cuadrado para mi padre, que no fumaba. Y los higos al alcance de la mano. Y enfrente de todo lo descrito, nuestro Ebro, grande y majestuoso, rodeado de arboledas adonde me escapé varias veces a abrazar a los árboles mientras observaba el transcurrir del agua.
Una sola vez en todos aquellos años, el padre Ebro se desbordó torrencialmente, e inundó la torre de mi padre por completo.
Pero esa es otra historia.
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