Hoy te has despertado a
las 8:30 con más energía de la normal. Preparas tu primer desayuno (el plátano
que no falte, y las pastillas tampoco) y miras un poco el email y Facebook, aún
en la cama. Vaguear es lo que más te gusta.
Pero ya no te vuelves a
dormir, y te levantas para ordenar la cocina. Ayer llegó el pedido mensual del
super, y quedan cosas. Terminas muy orgullosa, porque has conseguido
apilar los packs de agua y coca cola en dos sitios donde no molestan. Y después
no te duele nada. Bien.
En vista de lo cual, te
preparas el segundo desayuno. Suena WhatsApp y, oh fortuna, es tu hermana T.
Agradable charla familiar. T, que se ha cambiado de casa en Madrid, insiste en
que cuando vas a ir a conocer su casa nueva.
Madrid, maleta, tren
(solo AVE), taxi, riadas de gente… Te pones a maquinar cómo lo podrías hacer,
pero el maldito miedo a la caída aparece de nuevo con sonrisa irónica: pero
si no puedes ir ya ni al cine… mucho menos viajar sola. La única
posibilidad de viajar que tienes es ir a la playa con ML y JL. Y eso porque la
generosidad, en este mundo llamada JL, viene a buscarte a Zaragoza en el coche,
y te lleva. Y a la vuelta igual. JL ha venido a buscarte, traerte y llevarte
incluso desde el norte de Francia muchas veces. Aparte de tu amigo-hermano, es
tu movilidad. Y gracias a él tienes vacaciones y puedes estar con ML, tu
compañera de vida (y de discapacidades varias, pero esto os da mucha risa, como
tantas otras cosas).
Sabes que tu hermana T
haría lo mismo si tuviera coche. (A no ser que trates de convencer a tu hija
para dos o tres días…)
Le comentas todo esto a
tu hermana. Le dices que estás tratando de aceptar que, a tus 72 años, la
discapacidad irá en aumento. Y sin pensarlo te sale del alma decir que también
tratas de aceptar que pronto serás una isla en el horizonte.
Una isla en el
horizonte. Te gusta. Te identificas.
Sí, eso serás.