Hace mucho tiempo, una noche de noviembre yo no podía dormirme porque la radio de los vecinos iba a tope y en mi habitación vagaba una luz amarillenta desconocida.
Por fin me dormí, pero como agitada. Empezaron mis típicos sueños realistas y coloreados, que de pequeña podía continuarlos a la noche siguiente, si me habían gustado. Esa fue una época bonita.
Pero la de la noche que os hablo, no lo fue. Fue espantosa. Soñé que mi madre se moría y no podía salir del sueño. Por fin, sobre las siete de la mañana, me desperté sudorosa, con hipo, descentrada.
Fui a la cocina a preguntarle a Laurita si mamá se había despertado ya. Laurita se puso seria, algo poco habitual en ella: --No lo sé, Luisita, pero ha tenido una noche muy mala. Ya sabes que este embarazo está siendo difícil. Anda, vuelve a la cama y duerme un ratito más.
Pero me eché a correr al cuarto de mis padres. Mamá, cuando esperaba otro hermanito más, a veces dormía sola, y papá en el cuarto de huéspedes. Abrí despacito, y sí, ahí estaba ella, que me sonrió extrañada:
--Pero, ¿tú qué haces aquí a estas horas?
Se me saltaron las lágrimas, y ella abrió las sábanas, alargándome la mano: --Anda, ven. Y me precipité a su lado, intentando abrazarla, comprobar que estaba viva. Laurita, sofocada, apareció en la puerta: --Señora, yo... Mi madre le contestó: --No se preocupe, Laura, y tráiganos un buen desayuno para las dos.
Yo, ilusionada, le pregunté: --¿y eso de soñar...? Me pasó el brazo por los hombros y me dijo: --Los sueños no son la realidad. Ahora vamos a desayunar, que te han puesto chocolate.
Me levanté encantada y fue un día relativamente tranquilo, pero largo y raro. La extraña luz amarilla seguía vagando por la casa. Mamá había permanecido en la cama todo el día, y casi no nos habían dejado entrar a verla y darle un beso.
Por la noche, al acostarme, no sonaba ninguna radio, menos mal. Conseguí dormirme enseguida. Pero en la madrugada, más o menos, me despertaron de golpe gritos y llantos en la cocina. Me levanté y corrí: Laura y Conchita lloraban a lágrima viva. Fui a ver a mamá ¡y no estaba! Papá, tampoco, la habitación también vacía. Aquél color amarillo.
Volví a la cocina y me gritaron: -- ¡A la cama ahora mismo! !Eres una impertinente! ya verás cuando venga tu padre...
Comprendí de inmediato: (¿tu padre?) Me salió una voz rarísima:
--Es mamá, ¿verdad? Decídmelo, se ha muerto
Y me abrazaron y estrujaron las dos.
Han pasado 68 años y desde entonces odio los otoños.
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Curso escritura AFDA. 23 sept. 2004