sábado, 22 de abril de 2023

ARMARIO VACIO

Pasamos las dos toda la mañana ordenando mi armario. Que, si quieres esto, que, si esto otro lo tiro, esto para fulanita. Que si aquello va directo a la basura. Yo subida en la escalera, y ella desde abajo mira, opina. Alarga la mano de vez en cuando: esto me lo quedo. Caigo en la cuenta de que mis armarios son como misteriosas arcas sin fondo, de las que siempre salen los objetos más insospechados.

Y se me ocurre pensar que es un símil perfecto de la vida. La vida, que en cuanto piensasbueno, parece que va bien”, aparece un fantasma, un monstruo, una desgracia. A veces una alegría.

 

Ella sale un momento de mi habitación y yo bajo de la escalera para mirar los cajones inferiores. Los abro de uno en uno. En todos, encuentro algo que ignoraba que estuviese ahí. Voy apilando montones dispares.

 

En la puerta, ella suena sorprendida: Donde estás. Asomo la cabeza entre las hojas del armario y sonríe con los ojos muy abiertos: No se te veía, casi me asusto. Retoma su papel de observadora, acerca una silla y se sienta expectante. Pienso que puedo desaparecer dentro del armario. Parece la puerta a otra realidad. Esa realidad que busco. Entonces recuerdo que ella, de niña, se encerraba en los armarios cuando estaba enfadada o triste. Y había que buscarla por toda la casa.

 

Me mareo un poco. De nuevo susurros en mi cabeza. Le pido que lo dejemos un rato. Ella se levanta en silencio, recoge las cosas que ha decidido quedarse y desaparece en su habitación, cerrando la puerta. Miro los montones del suelo, recojo el de ropapara lavar y guardary voy hacia el cuarto de la lavadora. Meto todo dentro, sin clasificar ni nada, y la pongo en marcha.

 

Suena el teléfono y no entiendo nada.

 

Ella sale corriendo de su habitación y descuelga al vuelo. Yo vago por el pasillo. Oigo lejanos sus habituales monosílabos, esa risa que me parece tan falsa en ella. Me alcanza en la puerta de mi cuarto: Hoy tampoco comeré en casa, seguimos esta tarde con los armarios ¿vale?

 

Asiento con la cabeza. Todos tenemos nuestra vida. Y nuestros armarios. Llenos de cosas, conocidas y desconocidas. Me inquieta que mi cabeza diga eso y entro en el salón para poner la tele. Ruido, gente, música, lo que sea. El salón está oscuro porque ha aparecido ya la niebla invernal, pero es pronto aún para encender luces. Si acaso después de comer. Comer. Antes de angustiarme de nuevo, recuerdo que ayer dejé brócoli en la nevera y me tranquiliza.  Me tumbo en mi sofá, me tapo con mi manta, y con el mando de la tele en la mano me quedo profundamente dormida.

 

Despierto de un largo y tranquilo vacío casi a las siete. Me rodea la noche, frente a sólo el resplandor intermitente del televisor. Me doy cuenta de que hace días que no me asusta la oscuridad. Algo es algo. Miro mi cuerpo, mis manos, mi ropa, y los reconozco. Menos mal. Venga, piensa, concéntrate, inténtalo de nuevo. Pero no entiendo que sean las siete de la tarde, que haya dormido tantas horas sin enterarme. Y sin comer, pero eso no importa. Qué día es hoy, qué tenía yo que hacer hoy, que es lo que he dejado de hacer.

Me levanto, enciendo las luces y todo se hace real de nuevo. Es agradable este salón. Se debe de estar bien aquí. Si esta es mi casa, algo me ha debido salir bien, porque me gusta... Casi poseída por una sensación agradable, salgo del salón para ir descubriendo esta casa.

 

Al entrar en mi habitación, el armario abierto, cajones a medias, montones olvidados en el suelo. Ah, estábamos ordenando armarios. Y habíamos quedado seguir esta tarde. Observo el montónpara dar o regalary el montóndirecto a la basura, y sin pensar los junto en uno. Voy a por una bolsa grande, la lleno con todo y la saco al descansillo abierta. Que lo mire el chico que recoge la basura. Igual le viene bien algo. Si no, que lo tire todo. Liberada, corro a mi habitación y termino de ordenar el armario, que queda casi vacío. Con lo indispensable. O con lo que llevo en mi corazón. Lo miro, entusiasmada: por fin, un armario casi vacío.

 

El resto de la tarde despliego una actividad desconocida, cocinando. Cuando venga ella le hará ilusión, he hecho lo que más le gusta.

Pero llega la hora de cenar y sigo sola. Ni siquiera suena el teléfono. Estoy a punto de llamar yo, pero me freno de nuevo. Es su vida, no la mía.

 

Miro otra vez la tele, procuro seguir alguna de mis series. Pero ninguna me capta. Hacía tiempo que no usaba tanto el mando de un canal a otro.

 

A las once, picoteo algo de la cena que languidece en la cocina y me pongo a jugar en el ordenador. De repente recuerdo que tengo el último libro de Paul Auster sin estrenar, y la situación mejora un poco. Decido llevármelo a la cama. Apago la televisión, las luces del salón, devuelvo al frigorífico la bandeja casi intacta. Compruebo con alegría que la gran bolsa de basura ya no está en la entrada. Me acuesto. Dispuesta a sumergirme en Auster, aunque me pase toda la noche leyendo.

 

A las cinco de la mañana, con las manos heladas y el libro abierto sobre mi pecho, me despierta un ruido inusual. Como si alguien abriera mi armario. Si, es el crujido inconfundible de la madera vieja. Noto una presencia en la habitación. Intentando no asustarme mucho, doy al interruptor de la lamparita, pero no se enciende. Debí quedarme dormida sin apagarla, se habrá fundido. Me levanto de la cama para encender la luz del techo, pero en la oscuridad tropiezo con las puertas del armario, de par en par.

 

Y sin darme cuenta, caigo dentro del armario. Está oscuro y no se oye nada. Noto el suave tacto de la ropa. Al quedar sentada en un quieto agujero negro, mi mano derecha palpa algo aún más suave. ¿Cálido? ¿Frío?... Su mano, sí, es su mano. Ella está aquí. Me acurruco junto a ella, rodeando su inmóvil cuerpo con mis brazos. Dejo que el silencio y la negrura tomen posesión de mí. Por fin las dos descansamos.