Estoy empezando a desorientarme, a tener vacíos. Siempre he
sido muy despistada, como casi toda mi familia, pero esto es otra cosa.
Algo desaparece dentro de mi cabeza de súbito, sin avisar. Luego vuelve
y ya está. No hago más que pensar en el dichoso alzhéimer. A veces me
mareo, como si fuera a perder el equilibrio. Pero no me he llegado a caer.
Puede que sean tonterías, aprensiones. Manías de mujer de mediana edad
con mucho tiempo libre. Desde luego no es estrés, como le encanta
decir a todo el mundo. Veremos.
Esta plaza tranquila y soleada me suena.
Sus árboles diferentes, el monumento a una mujer guerrera.
¿De qué la conozco? Me gusta. Escojo un banco cercano a la cabina
telefónica. Por si tengo que hacer una llamada urgente. Nunca se sabe. He
olvidado el móvil en alguna parte.
No sé muy bien qué hago aquí, pero tampoco quiero ir a ningún otro
lugar.
Me derrumbo en el banco sin mirar a un chico de aspecto
extranjero sentado en el otro extremo. No le digo ni hola y enciendo un
cigarrillo. Con aire autosuficiente, saco de mi enorme bolso el cenicero
portátil y lo coloco en el asiento, a mi lado. Percibo que el chico me
mira con curiosidad, pero me importa un bledo.
Aquí y ahora estoy sentada en un banco al sol, y punto.
Miro a mi vecino de asiento. Unos ojos francos, profundos me
observan con amabilidad bajo una onda de pelo oscuro. Apago el cigarrillo,
tapo el cenicero y le ofrezco el paquete abierto. Sonríe negando con la
cabeza. Gracias, no fumo, me dice con un acento que no
puedo identificar. No parece árabe, ni europeo del norte. Desde luego
no es chino, africano ni latino. Pero me resisto a pensar que sea
estadounidense por su atuendo sencillo, incluso elegante. Pantalón gris
oscuro, camisa blanca, americana de tweed, zapato y calcetín negros. ¿Canadá?, le
pregunto como una boba, articulando mucho. Vuelve a negar. ¿Australia?,
sigo en mis trece. No, yo de Krypton, me contesta con bastante
claridad. Otro que me quiere tomar el pelo. Pero no importa, acabo de
decidir que este es el primer momento del resto de mi vida.
Me giro hacia él cruzando las piernas y enciendo
otro cigarrillo. No serás Superman, le pregunto algo
irónica. De nuevo una sonrisa estupenda. Sí, dice, soy
Superman, ahora sin acento ninguno. ¿Y qué haces aquí? Espero
por si alguien me necesita, contesta en voz baja. Sigo
mirándolo y el cigarrillo me abrasa los dedos. Chillo, lo tiro y me acerco
la mano a la boca. Él dice Disculpa, me coge por la muñeca y
roza mis dedos con suavidad. El escozor desaparece. Bueno, tampoco me
había quemado mucho. Para no perder el control de la situación,
sigo preguntándole: Entonces te llamarás Clark Kent, aquí en
la Tierra. Me mira como con reconocimiento. Clark Kent, sí. Y
eres periodista. Ríe abiertamente: Eso fue hace tiempo,
al principio.
Los árboles de la plaza han empezado a moverse, las hojas
susurran entre ellas. Se está levantando viento. Él se sube las solapas de
la chaqueta y continúa, más serio: El Sunday Planet ya no existe,
Lois tampoco. Me sale la vena cruel: Pues tú estás de lo más
lozano; si fueras Clark Kent ya tendrías que estar muerto o casi. Me
mira como por primera vez: Pero tú no sabes, los superhéroes... Ahora
río yo: Sí, lo sé, pero vamos. Me remuevo incómoda, de pronto
el banco es duro y estrecho. La verdad es que no sé qué hacer,
si seguir con la broma o marcharme a casa ahora mismo.
Dice No te vayas aún y me quedo quieta,
estupefacta. Vuelve a sonreír: Seguro que te podré demostrar que
soy Superman. No sé qué decir. Me quedo callada, pero él
no parece sentirse molesto. Tan normal, tan guapo, con la oscura onda
sobre la frente, las solapas alzadas, las manos en los bolsillos, largas
piernas estiradas, pies cruzados. Me fijo en los impecables mocasines de
piel negra. Pienso que Superman no llevaría esos zapatos. Me mira de
reojo: Los he comprado esta mañana en Independencia, musita.
El interior de mi cabeza comienza a girar. Casi desesperada, se me
ocurre que a lo mejor Superman puede curar enfermedades (si los vacíos de mi
cabeza son una enfermedad).
No creo que se moleste si le pregunto. Mira que si me cura...
Y ahora es mi corazón el que galopa.
Continúa el viento, pero no es desagradable. El sol calienta
con suavidad. La plaza no está muy concurrida, aún no han salido los niños
del colegio. Me acelero de nuevo: van a llegar los niños. ¿Lo conocerán
cuando lo vean? Con lo listos que son, sabrán que es
Superman. Imagino una escena maravillosa, muchos niños boquiabiertos
rodeando nuestro banco. En ese momento, tras los edificios de enfrente se
oye un gran estallido, y segundos después el alboroto de sirenas.
Antes de que me quiera dar cuenta, mi nuevo amigo se ha
incorporado y ha corrido a la cabina telefónica. Se mete en ella y cierra
la puerta. ¿A quién llamará?, pienso tontamente. ¿A quién conocerá
Superman en Zaragoza?, ¿quién sabrá su verdadera identidad? Yo, descubro
con un orgullo nuevo. Me conoce a mí. Y despacio, como a oleadas, me va
invadiendo la ilusión. La ilusión perdida.
Al cabo de un rato, me levanto y me acerco a la cabina. Tras los
anuncios pegados a los cristales, parece vacía. Abro la puerta. Sí, está
vacía. Pero yo lo he visto entrar. Yo he hablado con él. Yo... A punto de
volver el terrible vértigo, me apoyo sobre el teléfono. Intento cerrar los
ojos y descubro en el suelo un reluciente mocasín de cuero negro. Lo
levanto con cuidado y lo introduzco en mi bolso enorme. Ya muy tranquila
me dirijo hacia mi casa. Ahora recuerdo perfectamente el camino.
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Primer premio del Concurso de Relatos Escritos
por Personas Mayores, organizado por RNE, La Vanguardia y Fundación La Caixa.
Junio 2012