Dejas la bolsa en el maletero y subes al autobús. Descorazonada, sin ánimo. Con la extraña sensación de emprender un último viaje hacia ninguna parte.
El autobús es muy confortable. Tu plaza, la número 2, encabeza la fila de
un solo asiento. Al otro lado del pasillo, una señora gruesa te mira con
evidentes ganas de hablar. Le das la espalda, te quitas el abrigo, lo doblas y
lo colocas en el altillo. Te sientas y abres los Cuentos de Doris
Lessing. La señora se vuelve a su vecino de asiento, un hombre moreno que
está sacando el Marca de su cartera. Ella apoya una enjoyada mano en su
antebrazo y le impide desplegar el periódico.
El autobús arranca con suavidad. Alzas los ojos del libro y los dejas vagar
por las calles soleadas que se alejan. Papeles y hojas secas arremolinados por
el viento.
--Bienvenidos... tardaremos dos horas y media en llegar a Madrid-
Quedas paralizada al escuchar el destino del viaje. Qué poco ha durado el
misterio. Con lo que te costó convencer a la chica de la taquilla para que te
vendiera un billete sin decirte a donde. Tenía que ser Madrid. Continúa el
altavoz: pueden hacer las sugerencias que...Y si sugieres que
paren, que te quieres bajar. Pero no lo haces. Por qué no ir a cualquier
sitio. Qué más da ya. Intentas retomar los Cuentos europeos. Pero
una idea domina tu mente: Si me encuentro a Javi al bajar del
autobús… Furiosa contigo misma, conectas los auriculares en busca de una
música que no te recuerde nada. Te obligas a escuchar a Lady Gaga para pensar
sólo en lo que la odias. Ni siquiera eso puede impedir las grietas que la
palabra Madrid ha producido en tu caparazón interior, que
creías tan sólido, tan hermético.
Nos conocimos en la universidad. Leyendo y escribiendo como desaforados.
Descubrimos que, además de la literatura, nos adorábamos el uno al otro. Fue un
tiempo deslumbrante. Pero, a veces, Javi era muy violento. Si algo le parecía
injusto o si creía tener razón. Como aquel día.
Me arranco los auriculares y cierro los ojos. Fuera del autobús llueve con
insistencia. Algo amargo me baja por la garganta.
Aquel día. Me quedaban dos asignaturas para acabar la carrera. Y no me vino
la regla. Alguna vez me había pasado. Pero con la segunda falta me asusté.
Estaba sola en casa y llamé a Javi. Llegó con ojos brillantes, cierto aire
furtivo, la ilusión de los dos solos... Qué furioso se puso. Gritos,
puñetazos en la pared. Cuando saltó por los aires nuestra foto enmarcada, lo
supe: Mal. Esto terminará mal.
Gruesas gotas golpean el cristal de la ventanilla. Tiemblas en un
escalofrío, corres la cortina y te colocas el abrigo por encima.
Terminó mal. Volví a clase. Intenté recuperar la vida normal. Todos
preguntaban dónde estaba Javi, si había colgado la carrera. Yo decía cualquier
cosa. La gente con el tiempo me dejó en paz. Siempre surgen otros asuntos que
captan la atención de los demás, si te mantienes firme. Fue difícil, pero acabé
mis estudios.
Intentas fijarte en la película de la tele, pero es Memorias de África.
Conseguiste un trabajo cualquiera. Aplacaste el disgusto de tu padre
prometiendo hacer la tesis. Te encerrabas en tu habitación todas las tardes
entre libros y papeles. No habrías salido a la calle, aunque te matasen.
Alguien va repartiendo la cena, pero sólo quieres una coca cola. El primer
trago abre en tu interior otra puerta negra.
Hubieras continuado así toda la vida. Pero apareció el abogado de la
empresa. Se metía contigo por las coca colas: “¿No has visto la prueba de la
carne cruda?”. Por esos misterios de la vida, te hacía gracia. Te relajaba su
humor primitivo, sin ironía, su nulo interés cultural. Pasó a formar parte de
tu rutina. Un día permitiste que te acompañase un rato a la salida. Otro
accediste a bajar a desayunar a la calle. Y no te pareció raro cuando el jefe
te dijo: el abogado quiere que te quedes a mecanografiar algo urgente.
Tampoco te extrañó que estuvierais los dos solos esa tarde. Y, de
repente, soy esa chica aterrorizada que salta las escaleras de tres en tres,
sin bolso, la blusa abierta, un zapato perdido en los escalones, otro
abandonado en la puerta para correr más deprisa.
Temblorosa, tiras la bandeja, arrancas la bolsa de plástico del respaldo,
la abres y vomitas. Vomitas asco, rabia, impotencia. Todo tu
dolor. Revolotea un leve murmullo por el autobús, cuya penumbra solo rompe
el frío resplandor de las pantallas. La señora del otro lado ve por fin
oportunidad de meter baza. Aparece solícita la azafata, recogiendo la bolsa y
los restos del suelo: Se encuentra mal, quiere tumbarse atrás. Agua
fría, intentas contestarle. La vecina se levanta como un rayo: Eso
es malo para la tripa. Una manzanilla, o un poleo. Levantas una mano
y la fulminas con la mirada: Agua. La azafata vuela hacia la
nevera. La señora, entre sorprendida y molesta, vuelve a su sitio. Ya no
recupera a su antiguo oyente, parapetado por fin tras el Marca.
Tras apurar la botella de agua, reclinas el asiento y estiras los brazos.
Como en la gimnasia del colegio. Te sientes mucho más tranquila. Abres la
cortina. Es noche cerrada, pero ya no llueve. Incluso parpadean un montón de
estrellas. —Fin de trayecto. No olviden sus efectos personales.
Agradecemos...— Suspiras hondo, pero ya no duele. Te incorporas,
rescatas a Doris Lessing bajo el asiento y acaricias la portada del
libro. Ves las luces de fuera con una curiosidad nueva. Madrid. Intentas
recordar aquel hotel en el que estuviste una vez con tu padre, de
pequeña. Pero lo desechas. Quieres descubrir un hotel tú sola. Sabes
que en una habitación desconocida dormirás de un tirón toda la noche. Y mañana
empezarás a afrontar lo pendiente y lo futuro.