Termino de ordenar mi cuarto de trabajo y echo un último vistazo:
impecable. Casi vacío. Bien, suspiro. Últimamente sólo me relaja tirarlo todo.
Me produce un placer extraño avisar al Ayuntamiento de las enormidades que
dejaré mañana en mi puerta. Porque no quiero que nadie se lo lleve. Quiero que
lo triture todo el camión y punto. De nuevo a comenzar de cero.
Al volver a la realidad descubro que me había preparado otro café
con leche. Está ya frío, pero doy un sorbo y enciendo el ordenador. A ver si
hoy escribo a la primera. Tengo que acabar el último capítulo antes del sábado.
Llevo así, en el dique seco, un montón de tiempo.
Ya no me permito ni soñar. Que me toca la lotería, que se enamora
de mí un hombre cariñoso, que llego a final de mes. Incluso soñar que el día de
cobro me levanto, voy al banco, saco todo el dinero, y cojo un billete de
avión. Como en las películas, el que primero salga, el que vaya más lejos. Sin
retorno.
Y aún me quedan dos artículos más para esta semana. Con los que
pagaré el alquiler. Pero es que no quiero escribir sobre la situación política.
Yo, al menos, no. Tampoco quiero escribir tristezas, que es lo único que me
sale. No soy capaz de describir optimismo, serenidad. Eso que me gustaba tanto.
La verdad, sería mucho más fácil que me dedicara a “mis labores”.
El caso es que al final siempre sale algo. Me va el escribir bajo
presión y todo eso. Pero puede que un día no suceda. Si consiguiera disciplina,
organización. Si consiguiera escribir todos los días. Tener material en el
cajón para casos desesperados como el de hoy. Lo llevo pensando milenios, me
visualizo en una vida plácida: escribir todas las mañanas, después de haber ido
al gimnasio una hora. Guisar dos veces por semana. Comprar lo perecedero en el
mercadillo de abajo. Llamar a los amigos con la frecuencia debida. Limpiar
todos los días. No saltarse la dieta... ¿sería yo, esa?
Ahora llaman a la puerta. El caso es ponerme obstáculos. Abro y no
hay nadie. Hubiera jurado... Una leve corriente de aire atraviesa el
descansillo. La puerta de enfrente parece vibrar. Los vecinos se habían
despedido hasta septiembre, ¿verdad? Desasosegada, veo un papel que sobresale
bajo mi felpudo. Algo me dice no lo cojas, déjalo. Pero me inclino y lo recojo.
Hoy estoy dispuesta a todo, por lo visto. Agarrada al pomo de la puerta empiezo
a leerlo.
Es mi esquela. Sí, sí, la mía. Todos mis datos son correctos. Y
los de mi familia. Cierro de golpe la puerta y me dejo caer en el suelo apoyada
en ella.
Mi esquela. Yo, mi esquela. Menos mal que quien sea se ha portado
y no ha puesto nada religioso.
Atónita, veo mis pies calzados con sandalias de tacón. Y las uñas
pintadas de rojo, ¿no me puse ayer brillo transparente? Me descalzo, me
incorporo y corro al espejo de mi habitación. Una increíble yo con melena de
vaporosas mechas rubias me mira con atención. Ostitú, como dice el director.
Sí, el artículo. Me vuelvo hacia el portátil. Está apagado y la mesa, muy
ordenada y casi vacía. Lo enciendo, pero no encuentro mis artículos, ni los
relatos, ni mi novela. Solo veo recetas, cotilleos y páginas de hogar.
Desolada, miro a mi alrededor: en la estantería, dos novelas de Rosamunde
Pilcher y un espantoso jarrón con flores de tela. Tampoco están mis posters de
exposiciones, mis láminas. Extrañas fotos de mis hijos, trajeados y repeinados,
coexisten con anodinas acuarelas campestres.
¿Y ahora? ¿tendré que terminar o no los artículos?