¿Por qué le has dicho
“cuídame” a la luna llena, a ese lunón blanco que ocupa media ventana? ¿Te
estás volviendo loca definitivamente? Y claro, mañana hablarás un rato con el
sol, que dices que te contesta. Así te pasas la vida, chica, no sé de qué te
sirven los psiquiatras y las pastillas… Y tanto leer, y si no, con el
ordenador, que luego dices que te duele el brazo, y que si una radiografía. No
te pasa nada, Anne, que luego, encima te salen los análisis de libro ¡a tu
edad! No como a mí, que soy más joven y jodida con el corazón, yo sí que…
Anne procuraba no mirar a
su amiga Jane mientras esta desgranaba sus reproches. Menos mal que ocurría
pocas veces, porque si no, Anne pensaba que también tendría que desaparecer
suavemente de ella. Como con otra gente. Y ya iba quedando poca.
Se levantó y sacó de la
nevera otra cerveza para Jane. Decía que la cerveza le sentaba bien y además la
suavizaba bastante. De hecho, al cogerla le sonrió de medio lado. El sol ya se
abría paso por las cristaleras de la cocina. Anne también sonrió, pero al sol
y, sin hablar le dijo “bienvenido de nuevo, rey. Luego hablamos”.
Habían dormido juntas en
casa de Anne. El día anterior, Jane se había presentado sin avisar, como
siempre, para llevarla a un concierto. “Es música suave, de la que a ti te
gusta, es un sitio chulísimo, hace una noche estupenda, terminará pronto, antes
de las doce, ¡Venga, vístete! Ese pijama se te va a quedar pegado al cuerpo
cualquier día; pero, mujer, con lo noctámbula que tú has sido, parece mentira…”
Anne se agobió al pensar en contestarle que no, que no iba a ningún sitio, otra
vez. Y la verdad es que luego se lo pasó muy bien. Jane había tenido razón en
todo.
Jane tenía eso:
normalmente era muy pesada, pero cuando era encantadora, era de las mejores.
Anne sabía que Jane, a su manera, la quería mucho. Y al pensarlo se le llenaban
los ojos de lágrimas, como al pensar en cualquier cosa buena de su vida. Tenía
unas ganas de dejar de llorar por las cosas buenas… Casi nadie lo entendía.
Pero a Anne no le
importaba, ya casi no le importaba nada ni nadie del mundo exterior. Sin ser
consciente de ello, había establecido una distancia entre ella y todo lo demás
que a veces le parecía inabarcable.
Cuando llegaron a casa,
agarradas del brazo y canturreando, se tomaron un gazpacho junto a la nevera.
Jane quería ver la tele, pero sabía que Anne no, y la dejó acostarse porque
comprendía que la corta salida había sido mucho para ella. Anne se puso a toda
prisa su amado pijama, y casi se le olvidaron las pastillas de noche, pero no.
No. Agarró su perro de peluche “te hemos dejado solito, mua, mua” y al poner la
cabeza en la almohada dura desapareció.
A las diez y media de la
mañana, Anne se despertó bastante lúcida y fue directa hacia la cafetera. La
puerta del cuarto de invitados estaba cerrada y sonrió. “Es una dormilona, pero
tendrá el desayuno preparado cuando se despierte”. Iba hacia la cocina con su
perrito de peluche bajo el brazo, como siempre. Preparó tostadas, y sacó la
fruta que no estuviese muy pachucha.
A las doce la casa seguía
silenciosa. El cuarto de baño, vacío y perfecto. Anne abrió suavecito una
rendija de la puerta del cuarto de invitados. Impecable también. Ni rastro de Jane.
Allí no había dormido nadie. Intentó correr al salón, seguro que se habría
quedado dormida en el sofá, con la tele encendida. Nada, todo impecable
también. En el sofá no había ni una arruga, el mando de la tele estaba en su
sitio.
Pero ¿cómo, por qué, se
ha ido? ¿y a qué hora? ¿y sin decirme nada?
Confusa, se sentó en su
silla de pensar. “A ver, llámala ahora mismo”. Fue a su dormitorio a por el móvil.
Pero ¡no había ninguna Jane! Buscó su vieja libreta de direcciones: ¡tampoco!
Al volverse a meter en la
cama, alterada, sin casi saber quién era, oyó entre las sábanas una carcajada
familiar, conocida, nunca olvidada.
Había sido una visita de
su hermana, su querida hermana que murió entre sus brazos hace años, una cifra
de años que no consigue recordar.
Inmediatamente, apretó al
perrito en sus manos y se volvió a dormir.