Amanece nublado, oscuro, frío, y Berta se despierta tardísimo.
Ojalá despeje, habíamos quedado para nadar.. Observa el lago
grisáceo desde la ventana. Durante un segundo una nube negra se abre sobre las
montañas y un rayo de sol centelleante ilumina el agua. Berta sonríe para sus
adentros.
La ducha también está helada. Vaya mañanita. Se seca deprisa,
se pone el bañador y un vestido encima. Llena la bolsa con toallas, cremas, el
libro, y baja a desayunar al comedor del hotel.
Está libre su mesa favorita, en el rincón del ventanal. La orquesta no toca
durante los desayunos, y un silencio plácido y brumoso inunda el comedor. El
verde de los inmensos pinos. La mancha roja de las hamacas en la pradera a
través de los ventanales.
Suena su móvil. Es Javier, atropellado.
—Berta, eres la única que falta. Estamos todos en el lago.
Inmersa en el paisaje y el silencio, ya no tiene ninguna prisa. Unta una
tostada y da un sorbo al café, sujetando el móvil entre la oreja y el hombro.
—Si tenemos toda la mañana por delante…
Javier se mosquea
—Como hay gente nueva… Hasta luego, ya vendrás.
Berta llega tarde al lago. Dividida entre permanecer borrascosa como la
mañana o dejarse llevar por el rayo de sol entrevisto por la ventana del hotel.
Su hamaca está ocupada. Vaya. Quién será esa gente; y Javier riéndole
las gracias a esa rubia.
—Berta, estas amigas son las francesas del intercambio de los GR. Estarán
todo el mes. Virginie, Charlotte, esta es Berta…
Ah, francesas. Aclarada la excitación de los chicos embobados a su
alrededor. Vaya vacaciones se avecinan. Pues tranquilidad. A pesar de los
nubarrones y la fría brisa, se quita el vestido, extiende la toalla, se tumba
sobre ella y abre el libro muy digna. Los demás, entusiasmados, practican
idiomas, francés los de la pandilla y español las recién llegadas.
—Sabéis nadag bien, vosotgos…
Es la tal Charlotte, la del bañador negro.
—¿Hacemos una cagguegga? Hasta el gabaggon, a veg quien se atgeve
Berta cierra el libro de golpe.
—Yo. Yo me atrevo. Venga.
Javier se le acerca, conciliador
—Berta, déjalo, es una tontería, lo dice por decir.
—Déjame en paz.
—Berta, no hace buen día, el agua está helada, acabas de desayunar.
Lo que faltaba.
—Oye, que con un padre me sobra. Venga, Charlotte. A la de tres.
En la orilla del lago se forma un grupo de curiosos. Unos comentan que es
mal día para lanzarse al agua, que el gabarrón está muy lejos; otros, que no
pasa nada, que los habituales ya saben.
Y las dos chicas se zambullen en el lago.
Nada más sumergirse, Berta siente que algo no va bien. Se le agarrota el
estómago y comienza a marearse. Consigue dar unas brazadas, pero el agua helada
pesa de una forma desconocida. Logra sacar la cabeza un momento. Ve que la
francesa nada ya lejos, pero no le importa. Una fuerza irresistible tira de
ella hacia el fondo, y no se puede mover.
Desde la orilla, la panda se revoluciona:
—Ya está Berta haciendo el payaso.
—Parece que va de coña, pero como le gane la francesa, a ver quién la
aguanta luego.
Me estoy ahogando. Eso es lo que pasa, que me estoy ahogando. Y nadie se
está dando cuenta. Tiene miedo a la sensación de ahogo. Con la razón ya nublada, decide no
tragar agua y se tapa la boca y la nariz con las manos. Debe de ser en ese
momento cuando empieza a perder la consciencia.
De súbito, paz, quietud, inmenso silencio a su alrededor. Fuera y dentro de
ella. Su corta vida se desliza en su mente como una película, y la contempla
con serenidad: me muero. Cuando finaliza en el momento presente, un
túnel de luz blanca y quieta se abre ante Berta. Todo su ser la empuja allí
dentro. Aquí ya he terminado, todos me esperan allí. Se impulsa con la
cabeza y comienza a ascender por el túnel. Al fondo intuye una luz más intensa,
como llena de música sin música. Y una mano, amigable y tendida hacia ella.
En la orilla se ha desencadenado un gran revuelo. Charlotte, sobre el
gabarrón, da brincos de alborozo y de frío. Pero nadie le hace caso; entre los
espectadores cunde la inquietud
—Berta no sale, no la veo.
—A lo mejor no hacía el tonto y le ha pasado algo.
—No digas esas cosas, hombre.
Caídos del cielo llegan los mayores. Se tiran al agua los hermanos de
Javier, muy deportistas. Se sumergen largos ratos, pero no dan con ella. Casi
exhaustos y ateridos, los relevan el guarda y dos camareros del Hotel. Pero
tampoco encuentran a Berta. Al día siguiente llegan de la ciudad buzos y
equipos de pontoneros. Durante tres días intentan dragar el lago. Todo el mundo
colabora, desesperado: es imposible que no la encontremos, esto es un
lago, no es el mar.
Nadie cae en la cuenta de que todas las mañanas a la misma hora, aunque
esté nublado, aunque llueva, un rayo de sol fulgurante baja desde las montañas
hasta el lago. Deshaciéndose en millones de partículas de luz siempre en el
mismo punto, entre el gabarrón y la orilla de las hamacas.