Me ha llamado mi amiga.
Que se encuentra mal, que se ha desmayado en el entierro de nosequién. Que
casualmente su médico estaba allí; y que, si soy tan amable de ir a la farmacia
a por lo que le ha recetado y llevárselo, que estará acostada todo el día. Ah,
y que si le puedo llevar también alguno de los zumitos tan buenos que hago yo.
Cuelgo el teléfono, me
recuesto en la butaca y, sin poderlo evitar, pienso un rato en ella. En ella y
su monotema: la muerte. Imagínate.
Primero se murió su
abuelo, cuando tenía cuatro años. Me extraña, la verdad, que siempre insista en
que se acuerda de todo, por mucho que quisiera al abuelo. Pero bueno, es su
historia.
En la primera década de su
vida, murió su madre. Corramos un tupido velo. Yo no voy a insistir en lo que
ella misma llama “primer agujero negro”.
Comenzó a interesarse por
la muerte. A leer y leer sobre ella. No libros religiosos, con la parafernalia
católica había cortado desde que su madre los dejó solos, cuatro niños tras la
mayor, que era ella, porque “era la voluntad de dios”.
Siempre quería ir a los
entierros de los parientes, sobre todo para verlos muertos en el tanatorio tras
un cristal, o moribundos en su casa. Le fascinaba. Y los entierros. Ese
silencio rodeado de ruidos extraños. Esos agujeros. Y lo de la reagrupación de
restos en una sola caja…
Yo creo que todo le
vendría bien para su primera experiencia de casi-muerte, cuando a los trece o
catorce años casi se ahoga en aquel lago helado. Le encanta contar que pasa
ante tus ojos toda tu vida (corta vida, en su caso), lo del túnel blanco, la
mano extendida al final, la paz. La gente la escucha fascinada.
Años más tarde, —ella ya
tenía la niña—, se murió su abuela la horrible. Cuenta que, mientras se
despedían de ella, tan blanca y fría que ya parecía cadáver, abrió los ojos, la
miró y murmuró su nombre con el diminutivo familiar: “Julita”. No lo hizo con
nadie más. La desconcertó, creía que se odiaban.
Lo mismo, exactamente lo
mismo, le pasó con la tía Magnolia, persona no muy grata en la familia. Comenzó
a pensar que había personas que la querían, aunque no lo pareciese. (O tú no te
dieses cuenta. Vaya sorpresa, verdad: gente que te quería). O que querían
transmitirle un mensaje. Sólo a ella. Y su elaboración privada sobre la muerte
se iba asentando.
Aún tuvo dos experiencias
más de casi-muerte. En un hospital, con el rechazo al líquido de contraste que
le inoculaban para la urografía número diecisiete en un mes; en otro, con una
hemorragia en un postoperatorio. Pero
siempre me asegura que no tuvo miedo en ninguna de las dos.
“La muerte forma parte de
la vida”, y “yo ya no la temo, ya no me da miedo” son su leif-motiv.
Cuando su hermana se
moría de cáncer, lo tuvo claro. Se acababa de jubilar, no tenía impedimento
alguno; la hermana pidió el alta voluntaria y mi amiga se fue a vivir con ella,
que quería morirse en casa. Dos meses largos estuvieron las dos esperando su
muerte mientras se iba consumiendo. Una señora iba a hacer las cosas de casa.
La hermana se había instalado en el sofá-cama del salón, frente a la tele, y le
había dejado su dormitorio. Desde que llegó a su casa, la hermana ya no se
levantó más. No podía ni incorporarse. Mi amiga instaló un cómodo sillón de
Ikea a su lado. La lavaba, le daba de comer, bueno, esos asquerosos batidos que
era lo único que podía tragar. Muchos ratos la hermana se adormilaba y entonces
mi amiga aprovechaba para leer, para escribir. Pero no le cundía mucho, siempre
con un ojo puesto en la hermana. La tele, que ella odia, estaba puesta las
veinticuatro horas del día; era lo único que distraía a la enferma. “Si la
apagabas, se asustaba”.
Algún raro día, los de
paliativos la dejaban más serena, algo más animada, tuvieron magníficos
momentos de recuerdos comunes, de charlas profundas que tanto les gustaban. Y
sí, su hermana murió en sus brazos y la ayudó a morir tranquila. La expresión
que tenía cuando llegamos todos daba fe de ello.
Ahora dice que está
empeñada en dedicarse a ayudar a morir a la gente. Que va a buscar por todas
partes, que tiene que haber algún sitio, alguna asociación, algo, que se
dedique a eso. Que siente claramente que es su misión en esta vida. Y mientras
tanto, de cementerios y entierros.
Pero yo ya estoy harta,
sabes, guapa. Me tienes hasta los pelos. Yo, en eso de la muerte, no opino lo
mismo que tú, con la cantidad de cosas que tenemos en común. Para mí, ojalá que
la muerte fuera un mal sueño. Nunca he podido decírtelo. ¿Sabrá alguien lo que
es que el tema estrella de tu mejor amiga sea morirse, ayudar a morir, la
dichosa muerte? No puedo más.
Bajo a la farmacia,
compro tu medicina, subo a casa, pongo en la licuadora un montón de tus pastillas,
y de las mías, las más fuertes de cuando la depre; añado agua, varios tomates
maduros, un ajo, dos trocitos de apio que te gusta mucho, un casco de cebolla,
unas gotas de aceite y vinagre, sal y un montón de especias. Licúo todo un buen
rato, e incluso lo pruebo en la punta de un dedo. Bien. Algo fuerte, pero bien.
Abro la puerta de tu casa
con la llave que me diste hace tantos años, y exclamo, contenta:
—Corazón, ya estoy aquí.
Te traigo las medicinas ¡y un zumo de tomate de esos que tanto te gustan! —y
oigo tu voz, desde la puerta abierta de tu habitación: —¡Qué bien! Tengo mucha
sed…
Voy a comprobar, de una
vez y en persona, si es cierto que no le tienes miedo ninguno a la muerte, o me
has estado martirizando con tus historias todos estos años de amistad.