Cuando mi padre se mudaba de casa, el motivo siempre era que ya no cabían los libros otra vez. He crecido en casas tapizadas de libros; en el pasillo, que se reducía muchísimo con estanterías a cada lado; en todos los dormitorios, en los cuartos de baño (recuerdo que se comentaba: aquí, novelas de evasión). Hasta en la cocina puso dos o tres anaqueles los libros de recetas de tu madre, que los tenga a mano la cocinera. Y además, nos dejaba leer todo lo que nos apetecía, sin ningún tipo de restricción.
En fin, que yo he sido de los amigos que dicen: no podría nunca desprenderme de
un libro. Pero en todas las frases, en todas las vivencias, hay matices. La
vida se encarga de hacértelo ver.
Mi padre me enseñó a leer, a mis 4 años, sentada en sus rodillas, con el “Heraldo de Aragón” desplegado ante
nosotros sobre la mesa de su despacho. Era un universo nuevo. Cuando no sólo
sabía leer, sino que a mi manera comprendía lo leído y el universo nuevo se
expandía ante mí a toda velocidad, mi padre me explicó que en todos sus libros
(miles) había letras que yo podía descifrar, como aquello tan bonito, para mí,
de
“d-i-a-r-i-o-d-e-l-a-m-a-ñ-a-n-a-e-l-m-á-s-a-n-ti-g-u-o-d-e-l-a-r-e-g-i-ó-n-a-r-a-g-o-n-e-s-a”
¿Cuentan historias? Le pregunté. Si, hija. Historias maravillosas.
Y por supuesto comencé a coger libros al azar. Si él tenía que trabajar en la mesa con papeles, o escribir a máquina, yo podía sentarme a leer en el silloncito de terciopelo rojo en el que él lo hacía por las tardes, cuando no salía de visita con mamá. Pero a veces también me dejaba llevar el libro a mi habitación, si los demás estaban en el cuarto de jugar. (En la habitación de “las mayores” también había libros, pero eran cuentos ilustrados tontos).
Comencé a sentir la felicidad, y la libertad. Desde entonces, para mí, ser
libre es leer.
A algunos familiares les extrañaba
que se me permitiera leer “de todo”, disputa en la que tímidamente comenzó a
entrar mamá. Recuerdo que mi padre medio sonreía y contestaba: yo sé lo
que me hago.
Años más tarde supe que se había tomado la
molestia de llenar las tres o cuatro estanterías más bajas de una pared de su
despacho, desde el suelo hacia arriba, de literatura, para él, adecuada a
la edad que yo iba teniendo. Las otras tres paredes las llenó de tomos de
Derecho, enciclopedias jurídicas y otras cosas que desde luego no llamaron mi
atención. A los 5 años, mis amigas invisibles del alma era Celia (Elena
Fortún) y sobre todo Antoñita la Fantástica (Borita Casas). A los 8 años había
leído ya a Julio Verne, a Emilio Salgari, que me encantaba, a Jonathan Swifth,
La cabaña del tío Tom... A los 11 años, unos meses antes de morirse mamá
-abandonada ya la batalla de “mis lecturas”- pedí permiso a mi padre
para que me dejara leer Lo que el viento se llevó, que estaba en el cine y me
fascinaban el cartel y el título. Y me dejó.
A partir de los 12 años, casi superada la
negra ausencia, las estanterías del despacho de mi padre volvieron a su orden
inicial, y yo ya podía coger cualquier libro, de cualquier sitio de la casa. Y
aprendí la noción de aventura, porque era una aventura verdadera elegir un
libro para leer entre varios miles. Además, la única restricción era de
uno en uno, y después, a su sitio; lo malo, que casi siempre te apetecía
más de uno. Acabado el libro, tenía que comentarlo con él, con mi padre. Qué
bonita manera de fomentarte el amor por la literatura. Y, de algún modo, el
espíritu crítico.
Sobre los 15-16 años, me impactaron para
siempre El cazador oculto, la primera traducción al español en Buenos
Aires de El guardián entre el centeno, (adoro a Salinger y todo lo que ha
escrito, y conservo los dos títulos); y Bonjour, tristesse de Françoise Sagan.
Los leía y los releía...
Podría continuar así, con los libros de mi
vida, pero imaginaos, tengo 70 años y lo único que hago diariamente
es leer. Sería un aburrimiento.
Mi querido padre y mentor literario
murió tras una una larga enfermedad. Cuando aún estaba lúcido, quiso vender “la
biblioteca” para dejaros un poco más de dinero, si acaso. Me
consultó a mí, que he sido bibliotecaria durante 35 años (qué raro, ¿verdad?)
y, como es normal en mi familia, no se fió de mi opinión: Tus libros
hoy día no valen dinero, padre, al menos, no como tú piensas. No tienes
manuscritos, mucho menos incunables, ni libros raros o curiosos... Eso sí, son
muchos, pero están en el mercado, es literatura editada en cincuenta años
más o menos, no tiene valor económico.”
Mis hermanos consultaron a agentes
literarios, grandes editoriales, bibliotecas, librerías de viejo... Los que
ofrecieron algo eran cifras irrisorias que mi padre ni consideró.
Y se pasó dos de sus últimos años marcando
los libros, uno a uno, con el nombre de cada uno de nosotros, según los que
sabía eran nuestros gustos. Conservo la mayoría y, al abrirlos, me sigue
emocionando ver en la hoja de guarda, arriba, a la derecha, “Luisa” con su
letra temblorosa.
He dicho “la mayoría”, porque mi vida se
fue complicando y se sucedieron varios cambios de domicilio. Y no precisamente
de un apartamento a un piso grande, luego a una casa con jardín y de ahí al
palacio de Buckingham. No. Así que ha habido que desprenderse de cosas. Sí,
también de libros, (mis libros)..
Dos de las bibliotecas en las que he
trabajado aceptaron amablemente varios de los libros de mi padre. Dónde mejor.
Respecto a las bibliotecas, hay que pensar que son edificios, o partes de
edificios, pero no precisamente de goma hinchable para que entre sin
problema todo lo que les queremos dejar. La mayoría de ellas, sobre todo las
que yo he vivido, las universitarias, tienen auténticos problemas de espacio, y
todos los años hacen un “expurgo” para poder dejar sitio a lo que hay que
comprar para el curso siguiente; o en las públicas, para los libros nuevos, de
éxito... Pero tampoco esto es un manual de biblioteconomía, yo ya estoy
jubilada (y ojalá hayan cambiado las cosas).
Han surgido iniciativas interesantes, como
el bookcrossing, que en un principio tuvo mucho éxito, que ahora desconozco
como va. Yo he inventado mi propio bookcrossing. Cuando tengo que
deshacerme de libros, bajo a la calle con una cesta y voy dejando libros en los
bancos de la plaza, en los pretiles de los escaparates... A veces la gente,
aparte de mirarte con asombro, te sigue con el libro en la mano: ¡oiga,
oiga, que se ha dejado esto! Cuando le dices que no, que es para él,
si lo quiere, o para el que lo quiera, sucede una de dos cosas: o te mira como
si estuvieras definitivamente loca, te pone el libro en la mano y se va, o
musita pues muchas gracias, y se lo lleva.
En los barrios y a determinadas horas
suele haber por la calle la misma gente, y hay señoras que se acercan
y me preguntan: ¿éste de qué va? ¿es de amor? ¿es de guerra? ¿usted
cree que me gustará?
Si paso por el mismo sitio a las pocas horas, nunca he visto libros que permanecieran abandonados.
Otra forma es regalárselos a los amigos, si es que demuestran interés, o yo
sé que les van a gustar. O dárselos a los nietos para la biblioteca del
colegio, que esas sí que están siempre necesitadas.
¿Por qué me desprendo de libros, si yo
siempre he querido atesorarlos? Pues, por ejemplo, porque menos es más; porque
hace años que instauré en mi vida la filosofía de la vida simple; porque tener
muchas “cosas” no le hace falta a tu interior. Porque me molan los ambientes
despejados, el llamado “minimalismo” aplicado a todos los órdenes de la vida.
Y seamos sinceros: porque todos los libros que has leído en tu vida (y juro que yo he leído muchos, y sigo), no te han gustado, marcado, llegado, impresionado o fascinado de la misma manera. Porque de ese, el tercero a la derecha de la estantería del salón, seguro que ni te acuerdas, o lo recuerdas vagamente. Porque aquella novela fascinante, boom del año x, ya no le dice nada a la persona que eres ahora. Por muchos libros que tengas, ¿de cuántos dices: “este libro hubiera querido escribirlo yo”, siempre que lo relees? Estos, y no otros, son los que hay que conservar como oro en paño. Aunque lo que te haya llegado al alma sea un capítulo, un párrafo, una línea, una frase. Aunque sean pocos.
Aunque el autor no esté de moda, sea criticado en Facebook, sea “antiguo”,
no lo conozca nadie, escriba “raro” según los que entienden o van de entender.
Tampoco importa nada. Ese, o esos, libros te han hecho sentir, han despertado
algo en ti, te han deslumbrado. Eres muy afortunado: muchos o pocos, tienes
libros, tienes vida.
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Dedicado a Pedro Siberia, amigo desconocido de Facebook.