LUGAR PROPIO
Te levantas a medianoche
para ir al baño. No necesitas encender la luz, conoces tus espacios de memoria.
Además, siempre dejas la puerta del baño entreabierta. Caminas dos pasos y te
golpeas contra la pared, el hueco no está en su sitio habitual. El interruptor
de la luz tampoco está, es un muro frío y desconocido. Un segundo antes de
precipitarte por la sima del pánico, piensas vuelvo a la cama, me tapo
hasta la cabeza, mañana será otro día. Pero tu cama también ha
desaparecido. Estás de pie a oscuras en un espacio ajeno. Una atmósfera ajena.
Un olor ajeno. Con la brizna de raciocinio que aún te queda intentas recordar
dónde estaba el mirador. Ahí enfrente, abro las cortinas y la claridad
nocturna mostrará todo en su sitio. Cierras los ojos, de momento prefieres
tu propia oscuridad. Unos temblorosos pasos después, con las manos extendidas,
palpas algo similar a una ventana. Sin cortinas. Respiras hondo y te obligas a
abrir los ojos. La luz del día, soleado día, te deslumbra. Desconcertada, giras
para ver tu habitación. Para reconocerla y poder recuperarte a ti misma. No es
tu habitación. Es un cuadrado blanco, desnudo. Sin nada que puedas identificar.
Con las manos aún pegadas a la pared, te deslizas hacia el suelo y te quedas
acurrucada.
LUGAR AJENO
Te despiertas a medianoche
pues necesitas ir al baño. El tacto distinto de las sábanas te hace recordar
que no estás en tu habitación. Que no conoces los espacios. La luz, mejor
encender la luz. A tientas buscas el interruptor que dejaron anoche junto a la
almohada. No lo encuentras. Regresa el pánico: No puedo caminar a
oscuras en un lugar desconocido. Me caeré otra vez, desapareceré.
Aun así necesitas levantarte. Con las manos apoyadas en el borde de la cama,
deslizas las piernas hasta tocar el suelo con tus pies descalzos. Qué
raro, no está frío.
Te incorporas poco a poco. Compruebas que las piernas te sostienen. Pero
cierras los ojos, prefieres tu propia oscuridad. Extiendes los brazos para
poder prevenir obstáculos. Te concentras en arrastrar un pie tras otro y de
pronto tus manos tropiezan con una puerta de madera. Como la de mi
baño. No puede ser. Pegas a ella todo tu cuerpo para sentir su calidez.
Temblando recorres el marco con los dedos y rozas el manillar curvado de
siempre. Y a su lado, el interruptor de la luz conocido. No encenderé,
es mentira. No estoy en casa. Es una trampa. Como si tuviera vida propia,
tu mano izquierda pulsa el interruptor mientras tú aprietas más fuerte los párpados.