Al fin me he sumergido en el Sol.
A través de mis párpados veo su gran sonrisa de bienvenida. Noto su suave soplo
que me envía unas leves ráfagas de brisa.
El Sol y yo nos queremos. No en vano nací bajo uno de sus signos.
Me susurra: no más de veinte minutos ¿eh, Ludovica? Ya sabes, no te quiero
hacer daño; luego, antes de irme, vuelves y seguimos charlando.
Mi hijo, con la responsabilidad de los hijos (a veces mayor que la de los
padres), me recomienda, a través de la puerta del jardín: ponte un cojín bajo
la cabeza, madre... igual esa hamaca es demasiado baja para ti, y no te puedes
levantar... dame un grito.
El Sol sigue sonriendo.
La hamaca también es amarilla, dura y rígida, lo mejor para mis huesos. Percibo
como el Sol los acaricia. No necesito cojines ni nada más. Y, cuando se cumplen
los 20 minutos, me puedo incorporar sola, mis huesos también están agradecidos.
Me siento relajada y optimista, sigamos así.
Hasta la tarde, Sol, estrella que rige mi vida.