En pleno debate sobre la
inspiración, expuse (sí, con cierta suficiencia): Yo nunca sé lo que
voy a escribir, ni de qué va a tratar. Sólo necesito una frase. Cuando
digo esto, unos me creen, otros me miran con escepticismo o incluso
indiferencia.
Pero al volver a casa,
caminando porque hacía buena noche, presencié un incidente tan inusual, tan
impactante, que me precipité al tranvía para llegar rápido a casa y
transformarlo en un relato.
Al abrir la puerta, el teléfono
se desgañita en el salón. ¿No hay nadie? grito en el
vestíbulo. Silencio. Corro hacia el dichoso aparato y resbalo con la dichosa
alfombra. Aterrizo en plancha bajo la mesa, con una silla encima. Mi bolso ha
salido disparado, y el móvil se ha estrellado contra la pared. Pero el teléfono
fijo sigue sonando. Trato de incorporarme, pero el pie izquierdo no me
responde, torcido en un ángulo inverosímil. Y doliendo de una forma
familiar. No, por favor, más fracturas, no. Me desembarazo
como puedo de la silla y salgo a rastras de debajo de la mesa.
Consigo quedarme sentada
en el suelo, más cerca del maldito teléfono. Pero, aunque repte hasta él, no
voy a alcanzar a descolgarlo. Olvídalo, el pelmazo insistirá. Pero ¿dónde
estarán todos?... Bueno, es hora de cenar, alguno llegará.
Ahora se trata de
esperar con paciencia. Mi pie se va haciendo enorme. Nunca me había
roto el izquierdo, debe ser que le tocaba. Aparecen las oleadas de
mareo, de desfallecimiento: de nuevo hospitales, yesos, inmovilizaciones. Me apoyo
contra la pared, cierro los párpados y respiro hondo varias veces. Seguro
que no será para tanto. Y, en todo caso, tendré más tiempo para leer. Para
escribir.
Escribir. Abro los ojos.
Desde el rincón de la ventana, el ordenador encendido me observa
expectante. Mierda, el relato que quería escribir sobre lo del Paseo.
Me impulso con las manos, los codos, la rodilla derecha y llego hasta mi mesa
de trabajo. Bañada en sudor, casi exhausta, me agarro al sofá adosado a la
pared, grande y pesado. Consigo incorporarme sobre una sola pierna, y haciendo
equilibrios insospechados, me desplomo por fin en el sillón, ante la pantalla
vacía. Coloco mi enorme pie sobre el travesaño de la mesa con un cojín del
sofá, y me dispongo a escribir.
Hoy, sobre las nueve de
la noche, en Independencia...
Van a dar las doce. No
tengo ni puñetera idea de qué diablos quería escribir.
Y tampoco ha venido
nadie.