Mi madre murió cuando yo tenía 11 años. Me enfadé mucho con ella porque nos dejaba solos aquí a cinco, contando la bebé que nació cuando ella, como decía siempre, se fué al cielo. Bueno, y con papá, con cara de desesperación. Claro, el cielo, y nosotros ¿qué?
Entendí lo último que me había dicho: tú eres la mayor y tendrás que cuidar a tu padre y tus hermanos. Vaya cabrona.
Comenzó una época terrible. La pequeña, aún en el Sanatorio hasta que mi padre, el pobre, se aclarase. Menos mal que las hermanas de mi madre se portaban estupendamente y ayudaban en todo lo que podían. Eran mayores que ella y ya no tenían faena de críos en casa. Pero la verdad es que el vacío de mamá era insoportable.
Decidí ir allá donde estuviese y traerla de nuevo a casa. Yo, enfadada, me consideraba invencible.
Saqué del escondite los cacharros mágicos que mejor manejaba, me los metí dentro de la cama, que me tocaran los pies, y me dormí profundamente. Todo se hizo claro y esplendoroso. Enseguida me ví frente a ella y le eché una buena bronca por lo que nos había hecho. Ella me miraba, muda pero con los ojos brillantes. Al final me dijo: Luisita, tienes razón pero no lo pude evitar, me tocaba; el caso es que no puedo volver, porque si me voy de aquí, alguien tiene que ocupar mi lugar.
¿Y que más da? le grité. Ellos te necesitan.
Y aquí estoy, en el futuro, o país de nunca jamás, como yo le llamo. Menos mal que a veces me dejan verlos a todos por los agujeros que dejan las estrellas fugaces.
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(Taller de escritura creativa de AFDA. 2º relato. Tema; Viaje al futuro).