Sesenta y seis años cumplía yo en pleno
agosto inmisericorde. Sin embargo, ¡qué agradable! Llevaba tres días
celebrando. Porque como lo de nacer en agosto es una putada, -nunca hay nadie-,
iba cazando a mi gente a lazo. Invitándolos a lo que hiciera falta. Y eso que
no quería celebrarlo más. Nunca se sabe, verdaderamente.
Estaba en la tercera celebración del día y
sin plantearme que fuera la última, que conste. Y había sido fantástico.
Recuperando el pasado común con una de mis hermanas. El pasado nunca hablado
entre nosotras, primero. Recuperándolo desde el cariño, desde la misma visión,
desde las mismas vivencias. Que incluso nosotras no nos atrevíamos a sospechar.
Gracias, gracias a la vida.
Y después bailando desenfrenada,
desinhibida. Cómo me gustaba bailar cuando me salía de dentro. Qué pocas
ocasiones de esas surgían. Amigos, guitarras, ¡bailar!
Y cuando estaba más en mi salsa, había que
cerrar. Resulta que ya no era como en mis tiempos, que se podía estar hasta las
tantas en los sitios de copas. Se cerraba a las dos. !Las dos de la madrugada!
Tan temprano... Ahí me he empecé a dar cuenta que quizás, en lo de “salir de
noche”, y sólo en eso, yo pertenecía a otra época.
Pero no me lo iban a fastidiar. En los 66
nadie podía conmigo. Y, después de pasar por un cajero a las dos y media de la
mañana, cosa que en otros tiempos no me hubiera atrevido a hacer sola, fui en
busca de un garito que estuviera abierto a esas “terribles horas”. En la
silenciosa madrugada de agosto.
Lo encontré, naturalmente. Un sitio cool,
aséptico, de música máquina. Mec mec bum bum. Tararirori. Mec mec bum bum. Pedí
mi eterno cubalibre. La preciosa niña de la barra lo puso sin un gesto de
extrañeza. Di un sorbo. Estaba bueno. Mec mec bum bum. A bailar. Me lancé. Yo sola,
todo el tiempo. Nadie se asombraba ni me miraba. Me relajé. Hice dibujos con
las manos siguiendo el bum bum. Sonreí. La gente seguía a lo suyo, sin ninguna
pinta de “mira esta pobre abuelita”. Incluso me di cuenta de que algunos
bailaban “agarrado” ¡esa música!
Dos chicas vestidas de largo, una de blanco
y otra de negro, salieron a la calle a fumar con aire furtivo. Tras ellas,
haciéndose el despistado, salió un chico grandote con camiseta azul. Simuló que
las descubría en la esquina. Dejé de bailar, encantada con la peripecia,
observando por las cristaleras desde mi rincón de la barra. Juntaron las
cabezas, los cigarrillos humeando en las manos. Pasaron largo rato en la
esquina mientras los bienvestidos del grupo de ellas seguían bailando
agarrados, o acodados en la barra, mirando al infinito. Al rato, entraron los
tres con aire importante, e integraron a camiseta azul con los demás. Y
bailaron todos “suelto” subiendo las manos y girando en largas vueltas.
Entraron dos chicos y una chica con shorts
y camiseta de un hombro al aire. Ella con las manos se lanzaba la larga melena
de un lado a otro, sin descanso. Los acompañaba alguien a quien identifiqué, no
porque nos conociéramos, sino porque era esa persona que intenta parecer
“intemporal”: larga coleta rubia, vaqueros y camisa abierta negros como la
noche, aire desenvuelto, moreno de uva y profundas arrugas. Charlaba animado y
los tres chavales parecían pendientes de él.
Volví a bailar algo super rítmico. Dejé la
bandolera en la barra, gesto que nunca me permitía. Me di cuenta de que, con mi
aspecto convencional de mujer de cierta edad que se acepta a sí misma y está
contenta, yo no destacaba en ningún sentido en este local de “gente
joven”. Giré varias veces y sonreí. Último sorbo al cubalibre. Decidí que ya
podía volver a casa. Caminé por las quietas calles con la sonrisa grabada no sé
hasta cuándo. Me crucé con un grupo de quinceañeros con vasos de plástico en la
mano. Me dijeron algo con aire festivo. Me reí abiertamente y me abrieron una
especie de pasillo.
Las cuatro de la mañana.
Sesenta y seis.