Yo tampoco lo he visto nunca, al Bendito.
Y eso que me hubiera encantado verlo, pero no he tenido esa suerte.
Bueno, como casi nadie, porque de los
vivos ahora solo lo ven tía Flora y el abuelo. Que entre los dos suman unos
ciento cincuenta años, así que las apariciones del Bendito deben estar próximas
a su fin. Los otros que lo vieron, que eran muchos, han muerto ya.
Tía Flora y el abuelo se dedican a relatar
sus encuentros con el Bendito, sus visiones, sus encomiendas. La gente les paga
para que se las cuenten. Padre dice que eso es un engaño, que con esas cosas no
se juega. Y el abuelo: "es pura envidia, tú hubieras hecho lo mismo;
gracias al Bendito vivimos desahogados toda la familia". Y padre: “Hay que
vivir del trabajo, del esfuerzo de uno. Yo, por lo menos…” Y se va dando un
portazo. Enseguida viene tía Flora a tranquilizarnos: “No pasa nada, el Bendito
lo entiende y quiere mucho a vuestro padre, claro que sí”.
La verdad es que es una suerte tener al
Bendito, aunque no lo veas. Yo, de pequeña, me esforzaba en estar tranquila y
concentrada, pues decían que era lo que le gustaba. Pero nada. Yo no comprendía
por qué se dejaba ver por tía Flora, que es tan simple; muy buena, pero muy
simple. Por lo que contaban y por lo que yo además imaginaba, el Bendito
prefería las personas listas y responsables. O que leyeran mucho, como yo, que
sacaba tan buenas notas y todo eso.
Mi abuelo sí que es listo, su biblioteca
es de las más grandes de la comarca, eso dice la gente. Y con el Bendito tiene
larguísimas parrafadas. Más que nada por el rato que ha estado encerrado,
cuando sale del despacho con los ojos brillantes y la voz ronca, los brazos
levantados hacia nosotras: “venid, venid. Ha estado aquí otra vez”.
El Bendito, al principio de todo, se
llamaba Ángel y por lo visto era una persona normal. Bueno, normal del todo no,
según cuentan. Siempre estaba en medio cuando pasaban cosas raras. Cosas que
nadie podría haber imaginado. Por ejemplo, cuando el campo de trigo de Bernabé
se quemó entero con aquella colilla, dos días antes de la cosecha. Dicen que
Bernabé se volvía loco. Pero esa tarde, cuando encerraba a las gallinas, llegó
Ángel y estuvieron hablando un rato los dos en el corral. Y a la mañana
siguiente, de veras, el campo estaba otra vez repleto de espigas altas, con
amapolas y todo. Y lo del niño de Faustina, el tardano, que según
el médico nació muerto y se oían los alaridos de la madre por todo el pueblo.
Ángel y el padre se quedaron en la cuadra con una botella de vino, y cuando las
vecinas lo estaban amortajando, el chiquico abrió los ojos y
empezó a llorar.
Y más cosas, todas increíbles.
Un día lo buscaron en su casa y no estaba.
La puerta, abierta, como todas, pero la casa, vacía. Fueron a su sembrado, y
tampoco. Miraron en el bar, aunque no iba mucho, y nada. Pedro dijo que en el
autobús de las ocho no había subido, que él había acompañado a su chica que volvía
a los estudios. Cundió el desconcierto y el desánimo. Todo el mundo se había
acostumbrado a contar con Ángel, a encomendarle los problemas, siquiera a
pedirle consejo. Los que tenían que bajar a la ciudad a cualquier cosa
procuraron indagar, enterarse de si estaba por allí. Aunque nadie lo había
visto marcharse. El alcalde hizo dragar el pozo Hondo, sin resultado. Hasta por
el río lo estuvieron buscando, ya sin esperanza.
A punto estaba la gente de olvidarlo, de
aceptar que todas las maravillas habían sido casualidades (a esto contribuyó
mucho el cura), producto del azar o de lo que fuese, cuando empezó a aparecer.
Lo curioso es que todos no lo veían. La mayoría de la gente sí, pero por
ejemplo el cura no lo vio nunca. Ni don Simón el de las fincas. Aparecía cuando
había fiesta, como en la boda de Patri, que fue sonada porque no se casaron por
la iglesia; bailó una pieza con ella, antes de esfumarse de nuevo sin que nadie
se diese cuenta. Y también aparecía cuando había algún problema. Como una tarde
en que los Royos se querían matar con los Arribas por un asunto de lindes.
Ángel llegó, cogió a los mayores de cada familia y se encerró con ellos. Y de
repente hicieron las paces. Sin que a fecha de hoy pueda ninguno explicar bien
las causas, ni la situación. Sólo dicen: “El Ángel, ya se sabe”. Y todo el
mundo conforme.
Por entonces lo empezaron a llamar
Bendito. Dicen que se les ocurrió a las mujeres que estaban en el horno
preparando la torta para las fiestas de agosto.
Yo no tenía la suerte de verlo, ni recordaba
haberlo conocido porque cuando desapareció yo era muy niña. Y la historia me
fascinaba. Lo que más me fascinaba era que nadie podía, ni quería, saber si
estaba vivo o muerto. Su cuerpo no se encontró nunca. Todos creían a pies
juntillas que el que aparecía de improviso, o se mostraba a alguien, era el
Ángel de siempre, vivo. Habían pasado muchos años, pero a nadie le extrañaba
que llegase con el mismo aspecto que cuando se fue: joven, alto, moreno,
fuerte. En casa, yo argumentaba que tenía que ser ya mayor, pero la tía Flora
musitaba: “No, hija, es normal. En él es normal”.
A los quince o dieciséis años me atreví a
entrar por primera vez en su casa. Permanecía abierta, a nadie se le ocurrió
cerrarla. Las vecinas se turnaban para limpiarla, regaban las plantas y
cambiaban las sábanas, aunque no se usaran. Y tampoco se le ocurrió a nadie
hacer gamberradas, estropear o robar algo. Solo si te quedabas mucho tiempo
dentro, alguna mujer asomaba la cabeza por la puerta “¿Pasa algo?” y salías. Me
encantaba esa casa. Encalada, austera, pocos muebles, una gran chimenea muy
usada. Pero nunca le dije al abuelo que Ángel tenía más libros que él. Quizá el
abuelo también había estado allí y lo sabía; pero, por si acaso, no sería yo
quien le diese ese disgusto. Me acostumbré a ir con el cesto de las setas, y
cada vez echaba dentro un libro, que devolvía por el mismo método en mi
siguiente visita. Prefería leer los libros de casa de Ángel que los del abuelo,
que no me dejaba tocar casi ninguno. Siempre tenía que preguntarle los que
podía leer, mientras que en casa de Ángel devoraba uno tras otro, a mi antojo.
Se me abrió un mundo maravilloso, aunque he de reconocer que mucho de lo que
leía no lo entendí entonces.
Un día me pareció que los libros estaban
en distinto orden, incluso que faltaba alguno. Pensé que quizás había otra
persona que hacía lo mismo que yo, pero ese desorden era la primera vez que se
daba. No me quise asustar, y medio en broma, dije en voz alta: “Ángel, ¿has
sido tú? ¿Ahora necesitas libros?” y por poco me desmayo cuando alguien me
contestó: “siempre los he necesitado, pero es que ayer iba muy deprisa”.
Recorrí la casa con el corazón en la boca, pero no había nadie. Intenté
tranquilizarme y me senté un momento junto a la chimenea, apagada y limpia desde
hacía años. Y por ella salió una ráfaga de aire agitando las margaritas del
jarrón que todos los días cambiaban las vecinas. Comprobé que no había ninguna
corriente, y en tono casi inaudible, pregunté “Ángel ¿de veras eres tú?”
“Claro, mujer, soy yo”, con voz serena y agradable. Me tuve que volver a
sentar. Pero me tranquilicé cuando oí que se reía. Tenía una risa estupenda.
Desde entonces hablamos casi a todas
horas. Aunque sigo sin poder verlo.