Rosa deja la bolsa en el maletero y sube al autobús. Descorazonada, sin ánimo. Con la extraña sensación de emprender un último viaje hacia ninguna parte.
El autobús es muy confortable. Su plaza, la número 2, encabeza la fila de un solo asiento. Al otro lado del pasillo, una señora gruesa la mira con evidentes ganas de hablar. Rosa le da la espalda, se quita el abrigo, lo dobla y lo coloca en el altillo. Se sienta y abre los Cuentos de Doris Lessing. La señora se vuelve a su vecino de asiento, un hombre moreno que está sacando el Marca de su cartera. Ella apoya una enjoyada mano en su antebrazo y le impide desplegar el periódico. El autobús arranca con suavidad. Rosa alza los ojos del libro y los deja vagar por las calles soleadas que se alejan. Papeles y hojas secas arremolinados por el viento. --Bienvenidos... tardaremos dos horas y media en llegar a Madrid --Rosa queda paralizada al escuchar el destino del viaje.
Qué poco ha durado el misterio. Con lo que me costó convencer a la chica de la taquilla para que me vendiera un billete sin decirme a donde. Tenía que ser Madrid.
Continúa el altavoz: -pueden hacer las sugerencias que...
Y si sugiero que paren, que me quiero bajar. Pero no lo hace. Por qué no ir a cualquier sitio. Qué más da ya.
Rosa intenta retomar los Cuentos europeos. Pero una idea domina su mente: y si me encuentro a Javi... Furiosa consigo misma, conecta los auriculares en busca de una música que no le recuerde nada. Se obliga a escuchar a Lady Gaga para pensar sólo en lo que la odia. Ni siquiera eso puede impedir las grietas que la palabra Madrid ha producido en su caparazón interior, que creía tan sólido, tan hermético.
Nos conocimos en la universidad. Leyendo y escribiendo como desaforados. Descubrimos que, además de la literatura, nos adorábamos el uno al otro. Fue un tiempo deslumbrante.
Pero se oscurece por dentro. Porque Javi a veces era muy violento. Si algo le parecía injusto o si creía tener razón. Como aquél día.
Se arranca los auriculares y cierra los ojos. Fuera del autobús llueve con insistencia. Algo amargo baja por su garganta.
Aquel día. Me quedaban dos asignaturas para acabar la carrera. Y no me vino la regla. Alguna vez me había pasado. Pero con la segunda falta me asusté. Estaba sola en casa y llamé a Javi. Llegó con ojos brillantes, cierto aire furtivo, la ilusión de los dos solos... Qué furioso se puso. Gritos, puñetazos en la pared. Cuando saltó por los aires nuestra foto enmarcada, lo supe: Mal. Esto terminará mal.
Gruesas gotas golpean el cristal de la ventanilla. Rosa
tiembla en un escalofrío, corre la cortina y se coloca el abrigo por encima.
Conseguí un trabajo cualquiera. Aplaqué el disgusto de mi padre prometiendo hacer la tesis. Me encerraba en mi habitación todas las tardes entre libros y papeles. No habría salido a la calle ni aunque me matasen.
Alguien va repartiendo la cena, pero Rosa sólo quiere una cocacola. El primer trago abre en su interior otra puerta negra.
Hubiera continuado así toda la vida. Pero apareció el abogado de la empresa. Se metía conmigo por mis cocacolas: “¿No has visto la prueba de la carne cruda?”. Por esos misterios de la vida, me hacía gracia. Me relajaba su humor primitivo, sin ironía, su nulo interés cultural. Pasó a formar parte de mi rutina. Un día permití que me acompañase un rato a la salida. Otro accedí a bajar a desayunar a la calle. Y no me pareció raro cuando me dijo el jefe: el abogado quiere que te quedes a mecanografiar algo urgente. Tampoco me extrañó que estuviéramos los dos solos esa tarde. Y, de repente, soy esa chica aterrorizada que salta las escaleras de tres en tres, sin bolso, la blusa abierta, un zapato perdido en los escalones, otro abandonado en la puerta para correr más deprisa.
Temblorosa, Rosa tira la botella, arranca la bolsa de plástico del respaldo, la abre y vomita. Vomita su asco, su rabia, su impotencia. Todo su dolor. Revolotea un leve murmullo por el autobús, cuya penumbra solo rompe el frío resplandor de las pantallas. La señora del otro lado ve por fin oportunidad de meter baza. Aparece solícita la azafata, recogiendo la bolsa y los restos del suelo: Se encuentra mal, quiere tumbarse atrás. Agua fría, intenta contestarle Rosa. La vecina se levanta como un rayo: Eso es malo para la tripa. Una manzanilla, o un poleo. Rosa levanta una mano y la fulmina con la mirada: Agua. La azafata vuela hacia la nevera. La señora, entre sorprendida y molesta, vuelve a su sitio. Ya no recupera a su antiguo oyente, parapetado por fin tras el Marca.
Tras apurar la botella de agua, Rosa reclina su asiento y estira los brazos fuerte. Como en la gimnasia del colegio. Me siento mucho más tranquila. Abre la cortina. Es noche cerrada, pero ya no llueve. Incluso parpadean un montón de estrellas. —Fin de trayecto. No olviden sus efectos personales. Agradecemos...— Suspira hondo, pero ya no duele. Rosa se incorpora, rescata a Doris Lessing bajo el asiento y acaricia la portada del libro. Mira las luces de fuera con una curiosidad nueva. Madrid. Intenta recordar aquel hotel en el que estuvo una vez con su padre, de pequeña. Pero lo desecha.
Quiero descubrir un hotel yo sola. Sé que en una habitación desconocida dormiré de un tirón toda la noche. Y mañana empezaré a afrontar lo pendiente y lo futuro.