Decidió que era una inválida. La invalidez
le posibilitaba por fin ser diferente. Aunque fuese de forma tan incómoda. Ser
distinta, anhelo latente desde su infancia. Su frase más frecuente cambió a “yo
no puedo”.
Cuando comenzaron la obra del ascensor, se
alteró. Se imaginó encerrada en casa durante un mes, porque no podía subir, y
sobre todo ¡bajar! siete pisos, cómo iba a poder, igual se mataba o se rompía
la columna con otra caída. Se angustió, le dio un ataque de nervios, pidió
favores para alojarse en casas ajenas. Y las sombras que vagaban por su casa se
multiplicaron.
Pasado un tiempo, se dio cuenta de que de
nuevo estaba “montando un numerito”. Su cabeza relampagueó por dentro. Asestó
su imaginario puñetazo sobre la mesa al grito de “sí puedo”. Y se puso a subir
y bajar 127 escalones a diario.
Contentísima. Sin prisa, despacito. Apenas
se cansaba. Los huesos no le dolían. Percibió su antiguo orgullo al máximo.
Hacía sus “recados”, descansaba en sus
terrazas, no le pedía favores a nadie. Se compró una linterna; lo único
insuperable era la oscuridad, aunque fuera tenue. Por la noche, tirada en el
sillón articulado con Netflix, percibía que los fantasmas se agolpaban en la
puerta del salón para observarla.
Comenzaron a llegar los vecinos de sus
veraneos, y surgieron encuentros en las escaleras. Ella se paraba en un rincón
del descansillo, para dejar paso. Esto les dio oportunidad para conocerse,
charlar un momento. Le hizo ilusión, aborrecía “no conocer a nadie”.
Y sucedió lo de las fajitas mexicanas, que
le encantaban. Alguien gritó desde la cocina: ¿te atreverías a bajar a por
fajitas, que no hay? No atreverse, verbo prohibido.
Bajó, cruzó al super, compró las fajitas y
más cosas, y con una bolsa algo pesada para sus fuerzas, emprendió la subida.
Esa tarde se quedó dormida en el sillón articulado, y cuando despertó, tenía
rígidas las piernas, le dolían las caderas, los riñones, el brazo de la
bolsa. Claro, no he descansado entre bajada y subida como hago siempre.
Pero no pasa nada, hay que seguir.
A partir de entonces, las escaleras le
resultaban más penosas. Hacía más paradas, y más largas. Comenzó a fijarse en
el agujero al fondo del hueco del ascensor, donde se movían los obreros. A
veces, resplandecía con los potentes focos que encendían para trabajar. Otras,
estaba negro y silencioso, como mucho más profundo. El agujero negro. Ahí, en
su propia casa.
Nunca podía adivinarse el horario de
trabajo en el ascensor. Y ella no sabía el tipo de agujero que iba a
visualizar. Comenzó a marearse, a tener aquellos antiguos vértigos.
Y nadie sabe cuándo, ni como, desapareció.
La semana pasada dejaron de buscarla.
Ahora hay un ascensor moderno y
reluciente, a ras de la calle. Y la puerta de entrada, también.