Cuando en verano subíamos al Balneario de Panticosa, mi padre nos llevaba
en coche a los mayores y a las maletas. Yo, en el asiento del copiloto, lo
pasaba fatal. Primero porque odiaba la conducción titubeante de mi padre, y
luego porque me sentía aplastada por las montañas majestuosas que se iban
alzando a ambos lados de la carretera hasta cerrar el horizonte ante nuestros
ojos. Se me encogía el corazón y me mareaba. Estado que solía durar todo el
verano. Mi mejor día era el de la vuelta a Zaragoza, y mi mejor momento al
llegar a Biescas, bajando hacia el valle, donde aparecía de nuevo el horizonte.
Decidí escribir una novela llamada “Donde el valle se abre”. Quise inmortalizar
esa sensación perfecta. Nunca he vuelto a tener un título tan claro. Es más,
ahora los títulos son un problema.
Guardaba sin estrenar un cuaderno de raya doble, con esquinas redondeadas y
tapas blandas de color azul. Lo decoré con mis habituales dibujos y letras
adornadas, y comencé a escribir. La novela trataba sobre una chica ávida de
horizonte. Pero, a las seis o siete páginas, me empeñé en introducir una
muerte. La muerte de la madre, claro, lo que quizá fue demasiado ambicioso para
mis doce años. Me bloqueé. Todos los días intentaba escribir, pero por fin
guardé el cuaderno en un cajón. Aunque durante mucho tiempo sostuve que un día
acabaría la novela y me haría famosa.
Mientras tanto, mis primos mayores comenzaban a tener novia y las nuevas
parejas a mi alrededor me fascinaban. De nuevo necesité escribir. Esta vez una
historia de amor, llamada “Petite”. Cursi y afrancesada, pero yo era así
entonces. Cursi, afrancesada y tituladora oficial de todo lo que consideraba
oportuno. Elegí otro cuaderno, de hule negro, que me pareció más de mayor. Pero
el tema amoroso me aburrió enseguida. Y no me atreví a darle un giro más real,
menos edulcorado; escarmentada por el fracaso anterior, quería escribir
cosas bonitas. O era lo que necesitaba escribir. Este segundo
proyecto no lo guardé, lo escondí. Me moría de vergüenza si lo leía alguien,
con tantos abrazos y tantos besos. En casa éramos más bien serios.
Recuerdo tardes interminables, de los doce a los quince años, sola en mi
habitación, sentada ante la mesa de estudio. Los dos cuadernos abiertos y el
bolígrafo en la mano. Pensando, frustrada, que no servía para esto. A pesar de
los sobresalientes en redacción que me ponían las monjas. Escribir en el
colegio era fácil: la amistad, la virgen, los padres. Pero si no me daban el
tema, no se me ocurría nada. Creo que a eso lo llaman negro, me martirizaba
yo misma.
Años más tarde, en un momento duro, bajé del trastero la única maleta que
quedaba, una maleta vieja. Al abrirla sobre la cama asomaron los cuadernos por
un bolsillo interior. Los leí, pero no reconocí mis primeros escritos. No supe
captar la sensación del horizonte que se abre dentro del pecho, el
descubrimiento del amor a los doce años. La que yo era en ese momento rompió
aquellos cuadernos en mil pedazos. Llenó la maleta de cualquier cosa y cerró la
puerta sin volver la cabeza.
Y transcurrieron treinta o cuarenta años sin escribir.