Las hermanas nunca son como te las imaginas. Aparecen a tu lado de improviso y está mandado que las tienes que querer hasta la muerte. Aunque seáis como la noche y el día.
Eso éramos mi hermana segunda y yo. (Esto no se refiere a mis otras hermanas, sino sólo a ella, a la segunda). Ella, perfecta para todo el mundo, yo “rara y difícil”. De pequeñas, mis juguetes siempre en los altillos del armario, ella jugando con los suyos con cara de suficiencia. Trataba de ser igual que mi madre por todos los medios, y a mi madre le encantaba. Siempre la ponía de ejemplo ante las visitas.
Como dormíamos juntas, nos hemos pegado muchas veces, con rabia y sin arrepentimiento. Y la situación empeoró cuando fuimos creciendo. Ella empezó pronto a salir con chicos, yo tardé más porque era la fea de la familia, o eso me habían dicho. Pero me casé a los veinte con un chico de su pandilla, embarazada. Ese matrimonio pronto fue un desastre y nos separamos con tres niños. Mi hermana, sin preguntar ni avisar, se presentaba en mi casa con bolsas del supermercado, me daba dinero sin habérselo pedido, pagaba mis facturas sin avisarme. Me humillaba. Me humillaba. Cuando conseguí trabajo, tuvimos una bronca monumental, le dije que se abstuviera de jugar al hada madrina. Estuvimos distanciadas mucho tiempo.
La vida es ancha y ajena, y ella tuvo un cáncer muy duro. Quería morirse en
casa y yo la saqué del hospital, la llevé a su casa y la cuidé hasta que murió
entre mis brazos. Aún la veo, a veces, por la calle, como a mi padre. Mi querida, queridísima hermana.